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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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su presión. Él se sintió turbado. También la muchacha parecía<br />

<strong>de</strong>sconcertada: ¿lo habría hecho intencionadamente? Salcedo<br />

atendió, al fin, a sus súplicas y el vaivén <strong>de</strong>l columpio se hizo más<br />

remiso. Entonces ella le habló con elogio <strong>de</strong> las ropillas aforradas y<br />

le confesó que había visitado varias veces la tienda <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra<br />

<strong>de</strong> San Pablo. Salcedo sonreía abochornado. Le agradaba la<br />

rentabilidad <strong>de</strong>l negocio pero jamás se vanaglorió <strong>de</strong> su i<strong>de</strong>a que se<br />

le antojaba <strong>de</strong> una vulgaridad plebeya. Ante ciertas personas,<br />

incluso, se avergonzaba. Pero Teodomira, aprovechando el mo<strong>de</strong>rado<br />

balanceo <strong>de</strong>l columpio, proseguía su retahíla: le agradaba, más que<br />

ninguno, el zamarro <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> nutria pero no comprendía cómo se<br />

podía quitar la vida a un animal tan hermoso. Él le recordó el frío<br />

sacrificio <strong>de</strong> los conejos, mas la chica argumentó que había que<br />

distinguir entre los animales que servían al hombre para<br />

alimentarse y el resto. Él preguntó entonces si los animales útiles<br />

para abrigarse no merecían el mismo trato y ella arguyó que el<br />

hecho <strong>de</strong> matar por medio <strong>de</strong> asalariados, como él hacía, era aún<br />

más imperdonable que hacerlo por propia mano. Consi<strong>de</strong>raba peor al<br />

inductor que al mero ejecutor. Cipriano Salcedo empezó a sentir un<br />

pueril rego<strong>de</strong>o con aquellas discusiones. Se dio cuenta que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />

colegio no había disputado con nadie. Que en la vida ni una sola<br />

persona le había dado beligerancia ni para eso. Entonces, cuando la<br />

muchacha dijo que amaba a los animales, en especial a las ovejas,<br />

que siempre sonreían, Salcedo, tan sólo por llevarle la contraria,<br />

mencionó al caballo y al perro, pero ella <strong>de</strong>sechó sus preferencias: el<br />

perro era incapaz <strong>de</strong> amar, era egoísta y adulador; en cuanto al<br />

caballo era medroso y presumido, un animal tan suyo que estaba<br />

lejos <strong>de</strong> <strong>de</strong>spertar afecto.<br />

Salcedo volvió por el monte a la semana siguiente, con un zamarro<br />

<strong>de</strong> piel <strong>de</strong> nutria dos tallas superiores a la suya. Teodomira, que <strong>de</strong><br />

nuevo había cambiado <strong>de</strong> indumentaria, agra<strong>de</strong>ció el <strong>de</strong>talle. Luego<br />

dieron un paseo a caballo por el monte y hablaron <strong>de</strong> las cortas<br />

periódicas <strong>de</strong> los carboneros que a su padre le <strong>de</strong>jaban tanto dinero<br />

como las ovejas. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” montaba a mujeriegas un feo<br />

caballo pío, “Obstinado”, que parecía una vaca. Salcedo le preguntó<br />

si había aprendido a montar en las Indias, pero ella le informó que<br />

el perulero era su padre, que ella había permanecido en Sevilla con<br />

una tía los diez años que don Segundo estuvo ausente. Entonces<br />

Cipriano le dijo que se le había contagiado la gracia <strong>de</strong> Andalucía y<br />

ella le miró tan reconocida con sus ojos color miel que él se turbó.<br />

Cipriano Salcedo pasaba las noches inquieto. La escena <strong>de</strong>l<br />

columpio, el recuerdo <strong>de</strong>l contacto furtivo con el cuerpo <strong>de</strong> la<br />

muchacha le excitaban. Al día siguiente <strong>de</strong>l hecho, apenas amaneció<br />

Dios, había corrido en busca <strong>de</strong>l padre Esteban, al que había

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