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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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figura, subrayado su esbeltez, pero sin mancillar la frescura y<br />

esplendor <strong>de</strong> su rostro.<br />

Subía los peldaños con arrogancia y, al <strong>de</strong>sfilar ante la primera<br />

banca <strong>de</strong> los reos, los miró uno a uno con ansiedad y sus ojos se<br />

<strong>de</strong>tuvieron un momento, incrédulos, en los <strong>de</strong> Cipriano. Pareció<br />

dudar, miró al resto <strong>de</strong> los ocupantes <strong>de</strong>l banco y volvió a él,<br />

inmóvil, la pequeña cabeza levantada, los ojos entrecerrados, medio<br />

ciegos. Luego siguió a<strong>de</strong>lante y subió hasta la cuarta grada <strong>de</strong> la<br />

tribuna, <strong>de</strong>jando a Cipriano en la duda <strong>de</strong> si habría sido reconocido.<br />

La luz cegadora, brutal, que se iba adueñando <strong>de</strong> la plaza,<br />

lastimaba aún más sus ojos. Tras la contemplación <strong>de</strong> Ana Enríquez,<br />

los cerró largo rato para protegerlos.<br />

Un apagado rumor <strong>de</strong> conversaciones llegaba a sus oídos mientras el<br />

obispo <strong>de</strong> Palencia, Melchor Cano, <strong>de</strong>sgranaba el sermón sobre los<br />

falsos profetas y la unidad <strong>de</strong> la Iglesia. Y, cuando Cipriano volvió a<br />

abrirlos, le sobrecogió <strong>de</strong> nuevo la gran masa que tenía ante sí, una<br />

inmensa muchedumbre, tan prieta y enar<strong>de</strong>cida, que había<br />

inmovilizado contra las talanqueras dos lujosos coches ocupados por<br />

gente <strong>de</strong> alcurnia.<br />

Durante el sermón el público había guardado silencio aunque la voz<br />

un poco rota y fatigada <strong>de</strong>l orador no pareciera llegar hasta ellos,<br />

pero, poco <strong>de</strong>spués, cuando uno <strong>de</strong> los relatores tomó juramento al<br />

Rey, a los nobles y al pueblo y todos ellos prometieron <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>r al<br />

Santo Oficio y a sus representantes, aun a costa <strong>de</strong> la vida, un<br />

estruendoso vocerío coreó el “amén” final. Luego, retornó el silencio,<br />

una vez que el relator hizo comparecer al primer con<strong>de</strong>nado, el<br />

doctor Cazalla, que, ayudado <strong>de</strong> cerca por los auxiliares, a duras<br />

penas pudo alcanzar el pulpitillo. Su postración, la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su<br />

rostro, las mejillas sumidas, la extrema <strong>de</strong>lga<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su figura,<br />

parecieron predisponer al público en su favor. Cipriano le miraba<br />

como a un ser ajeno, <strong>de</strong>sconocido, y, cuando el relator enumeró sus<br />

cargos y anunció con voz estentórea la sentencia <strong>de</strong> muerte en<br />

garrote antes <strong>de</strong> ser arrojado a las llamas, el Doctor rompió a llorar,<br />

miró hacia el palco <strong>de</strong>l Rey pretendiendo hablar, pero,<br />

inmediatamente, fue ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> guardas y alguaciles que se lo<br />

impidieron. Ortega y Vergara, los dos relatores, empezaron entonces<br />

a leer, alternativamente, las sentencias, en tanto los con<strong>de</strong>nados,<br />

por su propio pie o ayudados por los familiares, se relevaban<br />

<strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nadamente en el púlpito para escucharlas. Era una<br />

ceremonia que, aunque escalofriante y atroz, iba <strong>de</strong>generando en<br />

una tediosa rutina, apenas quebrada por los abucheos o aplausos

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