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444 JosÉ DE LA RIVA-AGÜERO<br />

pues, a más de Charcas, Almagro nos arrebataba las provincias<br />

vitales del Cuzco y Arequipa? ¿Cómo hemos de<br />

blandear por su causa que preludiaba ya nuestros desmedros<br />

de jurisdicción, desde tan remota fecha, aún los amagos<br />

de nuestra más completa ruina imaginable, erigiendo<br />

a pocas leguas al Sur de Lima la capital competidora de<br />

Chincha? ¿Cómo no hemos de aplaudir y defender a Pizarro,<br />

que desde los momentos primeros de gestación representó<br />

nuestros intereses territoriales más legítimos?<br />

La inclinación que le debemos y manifestamos no es<br />

inmerecida indulgencia sino equidad y recta apreciación<br />

de su significado y de su ambiente histórico. No fue infalible<br />

ni impecable ciertamente. Cometió faltas y errores, sin<br />

duda, como todos los que asumen la agobiadora tarea de<br />

mandar, y más en el teatro dificilísimo de las conquistas<br />

mdianas, con obstáculos tan árduos, increíbles, gigantescos;<br />

con tan escasos recursos; y colaboradores tan indóciles,<br />

movedizos y ávidos. Tuvo que tolerar o permitir a veces<br />

tropelías, crueldades y desmanes, inevitables por desgracia<br />

en guerras de comarcas bárbaras; pero fueron mucho menores<br />

de cuanto se ha alborotado y encarecido. Me parece<br />

que se excedió al fin en los derechos de la defensa propia<br />

y de la represión, hasta trocarse implacable contra su derrotado<br />

e infeliz socio, y a ratos en harto desconfiado de<br />

sus antiguos y probados compañeros. A términos tan deplorables<br />

y calamitosos lo arrastró principalmente, a nuestro<br />

ver, su extrema condescendencia para con sus bulliciosos<br />

y soberbios hermanos. Pero no fue, de ningún modo<br />

ni en tiempo alguno, el arquetipo de maldad empedernida<br />

y diabólica, el desalmado infernal que exhiben con falsedad<br />

impúdica los manuales históricos vulgares y las sórdidas propagandas<br />

extranjeras. Muy al revés, puede sostenerse que Pizarro<br />

sucumbió, hace cuatrocientos años, por la exageración<br />

de sus buenas cualidades, por haber desoído al cabo los<br />

severos consejos de vigilancia y dureza que al partir le dio

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