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John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria

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En 1876, antes de salir de Norteamérica para estudiar en Alemania, William H. Welch, un joven bostoniano<br />

ambicioso, dijo a su hermana: «Si asimilando la tradición alemana puedo conseguir una pequeña ventaja<br />

sobre algunos miles de rivales y con ello reducir mi competencia a unos centenares más o menos, se trata de<br />

un buen punto que anotarme». Welch marchó a Alemania a por el codiciado doctorado, un título que en la<br />

época sólo allí existía realmente en cualquier sentido práctico, y su ambición fue satisfecha a su debido<br />

tiempo. Welch llegó a ser primer decano de la Escuela Médica de <strong>John</strong>s Hopkins y, posteriormente, asesor<br />

jefe de la Fundación Rockefeller sobre proyectos médicos. Welch fue uno de los miles que descubrió el<br />

doctorado alemán como una bendición sin paralelo en la Norteamérica de finales <strong>del</strong> siglo XIX. El título<br />

alemán de doctor mandaba en la escena académica por entonces.<br />

La misma Prusia era un curioso lugar, no una nación ordinaria, a menos que considere ordinario un país que<br />

en 1776 obligaba a las mujeres a registrar cada comienzo de sus períodos menstruales en la policía. América<br />

<strong>del</strong> Norte había estado interesada en los acontecimientos prusianos desde mucho antes de la Revolución<br />

Norteamericana, y sus controles sociales eran un tema favorito de conversación en el exclusivo grupo<br />

privado de discusión de Ben Franklin, la Junta. Cuando el falso barón prusiano von Steuben dirigió<br />

ejercicios de bayoneta para el ejército colonial, el interés aumentó aún más. Prusia era un lugar que mirar, un<br />

Estado experimental totalmente sintético como el nuestro, que había sido montado a partir de tierras<br />

conquistadas en la última cruzada. Durante un siglo completo Prusia era como nuestro espejo, que mostraba<br />

a la élite norteamericana en qué podríamos convertirnos con disciplina.<br />

En 1839, trece años antes de que la primera ley exitosa de escolarización obligatoria fuera aprobada en los<br />

Estados Unidos, un eterno crítico <strong>del</strong> liderazgo de los whig de Boston (el mismo partido de Mann) acusó a<br />

las propuestas de instaurar seminarios de maestros al estilo alemán en este país de ser un ataque levemente<br />

disfrazado a la autonomía local y popular. El crítico Brownson reconoció que la regulación estatal de las<br />

licencias de maestro era un preliminar necesario sólo si se pretendía que la escuela sirviera como mecanismo<br />

de control psicológico para el Estado y como mampara para una economía controlada. Si ese era el juego<br />

que realmente se jugaba, dijo Brownson, debería ser considerado un acto de traición.<br />

«Ahí donde toda la tendencia de la educación es a crear obediencia --dijo Brownson--, todos los maestros<br />

tienen que ser herramientas flexibles <strong>del</strong> gobierno. Tal <strong>sistema</strong> de educación no es inconsistente con la teoría<br />

de la sociedad prusiana, pero eso es completamente inadmisible aquí». Continuaba defendiendo que «de<br />

acuerdo con nuestra teoría el pueblo es más inteligente que el gobierno. Por eso el pueblo no busca luz ni<br />

instrucción en el gobierno, sino que es el gobierno el que busca al pueblo. El pueblo da la ley al gobierno».<br />

Concluyó que «confiar al gobierno el poder de determinar la educación que recibirán nuestros hijos es<br />

confiar a nuestro servidor el poder <strong>del</strong> amo. La diferencia fundamental entre los Estados Unidos y Prusia ha<br />

sido pasada por alto por la junta de educación y sus partidarios».<br />

Esta misma idea de la influencia alemana en las instituciones norteamericanas se le ocurrió recientemente a<br />

un historiador de Georgetown, el Dr. Carroll Quigley. El análisis de Quigley de elementos <strong>del</strong> carácter<br />

alemán que nos fueron exportados está en su libro Tragedy and Hope: A History of the World in Our Time.<br />

Quigley rastreó lo que llamó «la sed alemana por la comodidad de un modo totalitario de vida» hasta la<br />

dispersión de las tribus germánicas en las grandes inmigraciones de hace mil quinientos años. Cuando la<br />

Alemania pagana transfirió finalmente su lealtad al <strong>sistema</strong> aún más totalitario de Diocleciano en la Roma<br />

posterior a Constantino, ese <strong>sistema</strong> fue también pronto hecho añicos, una segunda trágica pérdida de<br />

seguridad para los alemanes. De acuerdo con Quigley, se negaron a aceptar esa pérdida. Durante los<br />

siguientes mil años, los alemanes hicieron todos los esfuerzos por reconstruir el <strong>sistema</strong> universal, desde el<br />

Sacro Imperio Romano de Carlomagno hasta la catástrofe de Jena en 1806. En ese intervalo de mil años,<br />

otras naciones occidentales desarrollaron la libertad individual como el centro primordial de la sociedad y su<br />

principal realidad filosófica. Pero mientras tanto Alemania quedó rezagada en el mismo proceso, jamás fue<br />

convencida de que la soberanía individual era el camino correcto para organizar la sociedad.<br />

Los alemanes, decía Quigley, querían la liberación de la necesidad de hacer decisiones, la libertad negativa<br />

que viene de la estructura totalitaria universal que da seguridad y sentido a la vida. El alemán está muy a<br />

gusto en organizaciones militares, eclesiásticas o educativas, e incómodo con la igualdad, democracia,<br />

individualismo o libertad. Este fue el espíritu que dio a Occidente la escolarización obligatoria a principios

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