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John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria

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Me siento agradecido por la suerte de haber nacido en una diminuta ciudad con el carácter de un pueblo en<br />

el río Monongahela en la Pensilvania occidental. La gente se preocupaba allí unos de otros. Incluso los<br />

vagos tenían una historia. Pero también nos preocupábamos de nuestros propios asuntos en Mon City.<br />

Ambas cosas eran importantes. Todo el mundo parecía comprender que dentro de amplios límites no hay<br />

mejor modo de crecer. Ser rico o pobre no importa si se sabe qué es importante. La pobreza no puede<br />

hacerte miserable: sólo un mal carácter y un espíritu débil puede hacer eso.<br />

En Monongahela, la gente parecía saber que los niños tienen una notable capacidad para sobrevivir a<br />

entornos desfavorables mientras tengan una participación en una comunidad vital. En los años en que crecí,<br />

en el lugar en que crecí, las historias de trabajadores sociales que rompían familias «por el mejor interés <strong>del</strong><br />

niño» no eran comunes, aunque en varias ocasiones oí a tío Bud amenazar con tumbar de un puñetazo a este<br />

hombre o a aquel si no comenzaba a tratar mejor a su mujer. O a sus hijos. Bud estaba siempre dando un<br />

puñetazo a alguien en aras de la justicia.<br />

Con los años algunos alumnos encontraron la forma de decirme que lo que apreciaban más de mis clases era<br />

que no malgastaba su tiempo. Creo que aprendí cómo no hacer eso con un poco de buena suerte, por haber<br />

nacido en Monongahela durante la Depresión, cuando el dinero era escaso y la gente estaba obligada a<br />

continuar viejas tradiciones de construir sus propios objetivos en vez de comprarlos. Y aprendía de cuántas<br />

formas tan diferentes se podía crecer fuerte. Lo que la enorme industria de cuidado profesional de los niños<br />

le ha dicho sobre la forma correcta de hacerse mayor importa menos de lo que se nos ha hecho creer. Hasta<br />

que no aprenda eso, usted permanecerá atrapado como una mosca en la red de la gran comunidad terapéutica<br />

de la vida moderna. Eso le enfermará más rápidamente que cualquier cosa.<br />

2 Cantar y pescar era gratis<br />

Cantaba villancicos mucho antes de que supiera leer o incluso de que supiera de qué iba la Navidad. Tenía<br />

tres años. Los que cantaban villancicos estaban en un rincón diagonalmente opuesto a la imprenta de mi<br />

abuelo, donde sus voces llenaban un anfiteatro informal constituido por la cuesta de la Segunda Calle, justo<br />

antes de que se uniera a la Principal, el principal cruce <strong>del</strong> pueblo. Si tuviera que decir dónde aprendí a<br />

estimar el lenguaje rítmico sería en esa esquina a los pies de la colina de la Segunda Calle.<br />

En Monongahela pescaba carpas y barbos, no comestibles por los ácidos <strong>del</strong> río que se filtraban de las minas<br />

y de los residuos que llevaban allí las fábricas. Los pescaba con bolas hechas en casa con masa birlada de la<br />

cocina de la abuela Mossie. En Monongahela esperaba cada semana a que cambiara el escaparate de la<br />

tienda de ropa para hombre de Binks McGregor o la muestra de ferretería de Bill Pulaski tan ansiosamente<br />

como un asistente al teatro podría esperar a ser refrescado por un nuevo cambio de escenario.<br />

La familia de madre, los Zimmer, y la rama de los <strong>Gatto</strong> que representaba mi padre, eran pobres para los<br />

criterios de la gran ciudad moderna, pero no realmente pobres para aquel tiempo y lugar. Sólo avanzada mi<br />

madurez me di cuenta de repente de que dormir tres en una cama --como hacíamos mi madre, mi hermana y<br />

yo-- era casi una definición operacional de pobreza, o su pariente próximo. Pero jamás se me ocurrió pensar<br />

en mí mismo como pobre. Ni una sola vez. Nunca. Incluso posteriormente, en la escuela secundaria de<br />

Uniontown, cuando nos mudamos a una población con nítidas gradaciones sociales y un calendario social<br />

formal, tuve poca conciencia de que hubiera algún abismo infranqueable entre yo y aquella gente que me<br />

invitaba a las fiestas en el club de campo y a hogares más distinguidos que el mío. Ni, creo, la tuvieron ellos.<br />

Un año en Cornell, sin embargo, aseguró que mi inocencia llegara a su fin.<br />

Madre no fue tan afortunada. Aunque nunca habló abiertamente de eso, sé que estaba avergonzada de tener<br />

menos que aquellos con los que creció. Una vez había tenido mucho más, antes de que Pappy, mi abuelo, se<br />

arruinara en la quiebra de 1929. Ojo, no era envidiosa, estaba avergonzada, y esta vergüenza limitaba su<br />

naturaleza abierta. La hacía triste y melancólica cuando estaba sola. Hizo que se ocultara de antiguas<br />

amistades y <strong>del</strong> mundo. Anhelaba dignidad, los días en que sus vestidos estaban hechos en París. Así, en el<br />

cálculo de la miseria humana, ejercitaba su frustración en papá. Sus muchas separaciones y las largas<br />

ausencias de él de casa por negocios, incluso cuando vivían juntos, se originaron posiblemente en esta<br />

tensión implacable.

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