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John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria

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EN octubre de 1990, aparecieron tres agujeros redondos <strong>del</strong> tamaño de un dólar de plata en el suelo de mi<br />

aula de la escuela secundaria junior Booker T. Washington, entre las calles 107 y 108 Oeste <strong>del</strong> Harlem<br />

hispano y a unas doce manzanas <strong>del</strong> Colegio de Maestros de Columbia. Mi aula estaba en el tercer piso y los<br />

agujeros llegaban al aula de abajo en el segundo piso. En los momentos sin vigilancia, esos agujeros eran un<br />

cebo irresistible para mis alumnos, que dejaban caer sin avisar bolas de papel mascado, comida y cojinetes<br />

de bolas sobre las cabezas de los niños indefensos de abajo. Los gritos de indignación eran horrorosos. Así<br />

que pragmáticamente, sin pensar mucho en ello, tapé los agujeros con un gran placa de contrachapado y<br />

respetuosamente envié una nota al encargado de la escuela en que pedía ayuda profesional.<br />

Cuando acudí a trabajar el día siguiente mi cierre improvisado había desaparecido, los agujeros estaban<br />

abiertos y encontré un aviso en mi buzón contra «las reparaciones no autorizadas». Ese día tres profesores<br />

diferentes utilizaron el aula con los agujeros. Durante cada ocupación cayeron en picado varios objetos para<br />

consternación de los ocupantes <strong>del</strong> espacio de abajo. En un ataque particularmente repugnante, se<br />

recuperaron residuos humanos de los servicios, se les dio forma de misil y se lanzaron sobre una víctima que<br />

se puso a chillar. Mientras tanto, el aula atacante estallaba en carcajadas, según me dijeron después.<br />

Al tercer día de estos asaltos aéreos, el director <strong>del</strong> edificio apareció en mi puerta exigiendo el cese <strong>del</strong><br />

bombardeo de una vez. Señalé que se me había prohibido tapar los agujeros, que muchos otros profesores<br />

usaban el aula en mi ausencia, que la escuela no estipulaba sanciones para los alumnos agresores, y que era<br />

imposible enseñar a una clase de treinta y cinco chicos y además mantener vigilancia estrecha sobre tres<br />

agujeros bien dispersos en el suelo. Ofrecí reparar otra vez los agujeros a mi cargo, señalando en un tono<br />

razonable que esta fácil solución aún era posible y que, en mi opinión, había indicios de locura en permitir<br />

que cualquier protocolo, no importa lo bien intencionado que fuera, retrasara la solución de un problema de<br />

una vez, antes de que se desencadenara otro bombardeo fecal.<br />

En ese momento no tenía idea de que estaba desafiando a una legión invisible de asalariados que había<br />

tardado un siglo en evolucionar. Sólo quería evitarme esos gritos que venían de abajo. Mi petición fue<br />

denegada y se me recordó otra vez que no solucionara los problemas con mis propias manos. Cinco meses<br />

después se efectuó una reparación por un equipo de técnicos. Entre tanto, sin embargo, la cerradura de la<br />

puerta de mi aula había sido rota y tres vidrios de la ventana frente a la avenida Columbus fueron rotos por<br />

vándalos. El equipo de reparación hizo oídos sordos a lo que yo creía que era una petición bastante<br />

razonable de hacer todos los trabajos de una vez, ninguno de ellos complicado. Me dijeron que los técnicos<br />

estaban en una misión particular. Sólo esta había sido debidamente autorizada.<br />

Al hacer comentarios sobre todo ese género de guerras territoriales escolares, dijo Terry Golway, <strong>del</strong> New<br />

York Observer: «Las decisiones críticas se toman en la oficina de un burócrata, lejos <strong>del</strong> lugar que necesita<br />

reparaciones. La decisión de un funcionario puede ser revocada por la de otro, y capa sobre capa de<br />

funcionariado el proceso se va prolongando. Una tarea física que requiere un par de minutos de trabajo<br />

puede necesitar semanas, si no meses, para reptar a través de la burocracia. Entre tanto las condiciones<br />

pueden empeorar, causando molestias a niños y profesores. Al final, nadie es responsable». Gracias al señor<br />

Golway, descubrí por qué se permitió que continuara el ataque de misil.<br />

En mi caso, el problema residía en el recorrido de mi nota original al encargado, que la trasladaba a un<br />

formulario PO 18. El PO 18 se ponía en camino por una ruta que podía terminar en una reparación final,<br />

pero no antes de que se dieran otros ocho pasos a lo largo <strong>del</strong> camino y de que pasaran 150 días. Un estudio<br />

de esos ocho pasos proporcionará un bisturí con el que exponer algo <strong>del</strong> tejido gangrenoso de la<br />

escolarización institucional. Aunque esto es la ciudad de Nueva York, se encuentra algo similar en cualquier<br />

otro sitio donde ondee la bandera de la escuela <strong>del</strong> gobierno. Creo que debemos madurar lo bastante como<br />

para darnos cuenta de que lo que sigue es inevitable y endémico en los <strong>sistema</strong>s grandes.<br />

Paso Uno.<br />

El PO 18 fue firmado por el director, que dio copia a su <strong>secreta</strong>rio para archivar y devolvió el<br />

original al encargado. Esto necesita típicamente varios días.<br />

Paso Dos.

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