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John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria

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En 1853, Per Siljestromm, un visitante sueco, escribió: «En ningún país <strong>del</strong> mundo está tan difundido el<br />

gusto por la lectura entre la gente corriente como en Norteamérica». El American Almanac observó<br />

magníficamente: «Las publicaciones periódicas, particularmente los periódicos, diseminan conocimiento por<br />

todas las clases sociales y ejercen una asombrosa influencia al formar y dar efecto a la opinión pública». Se<br />

fijó en la existencia de más de mil periódicos. En esta nación de lectores corrientes, los anhelos espirituales<br />

de la gente ordinaria moldeaban el discurso público. La gente ordinaria que podía leer, aunque no<br />

privilegiada en riqueza, poder o posición, podía calar el fraude de la clase social o incluso el fraude mayor<br />

de la pericia oficial. Ese era el problema.<br />

En su libro Los nuevos analfabetos, su autor Sam Blumenfeld nos da la mejor introducción a lo que fue mal<br />

con la lectura en los Estados Unidos. Nos da también una visión profunda de por qué aprender a leer no<br />

tiene por qué ser frustrante o infructuoso. En una carta típica una de sus lectoras se jacta de su éxito en<br />

transmitir el código alfabético a cuatro niños de menos de cinco años por el simple método de practicar con<br />

sonidos de letras. Un día encontró a su hijo de tres años trabajando sólo a su manera con una lección en la<br />

mesa de la cocina, leyendo S-am, Sam, m-an, man, y así. Su veredicto <strong>del</strong> proceso: «Sólo le había enseñado<br />

los sonidos de sus letras. Él aprendió casualmente [el resto] y lo hizo él mismo. Así es de simple».<br />

4 La escuela <strong>del</strong> valle de Sudbury<br />

Conozco una escuela para niños de tres a dieciocho años que no enseña a nadie a leer, sin embargo todo el<br />

mundo que va allí aprende a hacerlo, la mayoría muy bien. Es la bonita escuela <strong>del</strong> valle de Sudbury, veinte<br />

millas al oeste de Boston en la vieja «cabaña» de Nathaniel Bowditch (que se parece sospechosamente a una<br />

mansión), un lugar rodeado de hermosas dependencias, un lago privado, bosques y acres de magníficas<br />

tierras. Sudbury es una escuela privada, pero con un coste de matrícula por debajo de 4000 dólares al año es<br />

considerablemente más barata que una plaza en una escuela pública de la ciudad de Nueva York. En<br />

Sudbury los niños aprenden por sí mismos a leer: aprenden a edades muy diferentes, incluso en la<br />

adolescencia (aunque eso es raro). Cuando cada niño está listo él o ella se autoinstruye, si tal etiqueta formal<br />

no es inadecuada para una empresa tan natural. Durante ese tiempo son libres para pedir tanta ayuda adulta<br />

como necesiten. Normalmente no es mucha.<br />

En treinta años de funcionamiento, Sudbury nunca ha tenido un solo niño que no aprendiera a leer. Todo ello<br />

está favorecido por una magnífica biblioteca de la escuela con estantes abiertos donde los libros se toman<br />

prestados y se devuelven por el <strong>sistema</strong> de confianza. Alrededor <strong>del</strong> 65 por ciento de los niños de Sudbury<br />

van a buenas universidades. El lugar no ha visto nunca un caso de dislexia. (Eso no es decir que algunos<br />

niños no inviertan letras y cosas así de tanto en tanto; pero tales circunstancias son temporales y se<br />

autocorrigen, a menos que se institucionalicen en una enfermedad). Por tanto Sudbury ni siquiera enseña a<br />

leer y sin embargo todos sus niños aprenden a leer e incluso les gusta leer. ¿Qué puede estar pasando aquí<br />

que no entendemos?<br />

5 Bootie Zimmer<br />

La milagrosa mujer que me enseñó a leer fue mi madre, Bootie. Bootie nunca consiguió un título<br />

universitario, pero nadie se desesperaba por ello, porque entonces la vida diaria seguía a<strong>del</strong>ante sin<br />

demasiados licenciados universitarios. Este era el método científico de Bootie: me tenía en su regazo y me<br />

leía mientras movía su dedo bajo las palabras. Eso era todo, además de leer siempre con una expresión viva<br />

en su voz y ojos, responder mis preguntas y de tanto en tanto ponerme un poco de práctica con diferentes<br />

sonidos de letras. Es importante una cosa más. Durante un buen rato cantábamos: «A, B, C, D, E, F, G... H,<br />

I, J, K, LMNOP...» etc., cada día. Aprendimos a querer cada letra. Ella leía tanto historias difíciles como<br />

fáciles. La verdad es que no creo que ella pudiera distinguir más fácilmente la diferencia que yo. Los libros<br />

tenían algunas ilustraciones, pero sólo unas pocas: las palabras constituían el centro de atención. Los dibujos<br />

no tienen nada en absoluto que ver con el aprendizaje <strong>del</strong> amor por la lectura, excepto que demasiados<br />

garantizarán más o menos que nunca tendrá lugar.<br />

Hace más de cincuenta años mi madre Bootie Zimmer decidió enseñarme a leer bien. No tenía títulos, ni<br />

sueldo <strong>del</strong> gobierno, ni estímulo exterior, y sin embargo su elección privada de convertirme en lector fue mi

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