John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria
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Aunque hace más de veinte años, recuerdo bien aquel día de 1979 en que cargué mi vieja camioneta Ford<br />
con grabadoras averiadas, proyectores de cine averiados, tocadiscos averiados, trípodes rotos, máquinas de<br />
escribir averiadas, máquinas de montaje averiadas, etc., algunas casi nuevas y aún en garantía, y sin notificar<br />
a nadie lo llevé todo a una estación de reparación de Court Street, en Brooklyn, porque la Oficina de<br />
Instrucción Audiovisual (Bureau of Audio-Visual Instruction, BAVI) no había respondido a las tres<br />
peticiones oficiales de ayuda de la escuela.<br />
Esto fue un recado por piedad para un directora nueva, una excelente dama de Carolina <strong>del</strong> Norte que<br />
cumplía su período de prueba, una mujer de la que tenía buena opinión porque rompió normas para hacer las<br />
cosas que importaban. El ejecutivo a cargo en el BAVI había sido antes un «coordinador» en la escuela de<br />
la que venía. Aparte <strong>del</strong> nombre de su empleo era un tipo simpático que me recordaba a Arnold Stang en el<br />
viejo show Captain Video.<br />
Pero cuando vio mi carga de restos estalló. «¿Qué estás intentando arrastrar?», dijo. «¡No tenemos tiempo<br />
para reparar estas cosas!». El escalafón oficial de derivación asignaba de hecho la función de reparación al<br />
BAVI. Si ellos no, ¿entonces quién? Como estaba allí, el equipo fue aceptado, pero poco después un pajarito<br />
me dijo que había sido tirado y mi directora reprochada por su falta de decoro al intentar que lo repararan.<br />
La maquinaria rota es una señal para comprar otra nueva y se puede considerar entre los elementos vitales de<br />
la asociación de la escuela con el resto de la economía.<br />
En la medida en que puedo acordarme, recuerdo también una ocasión anterior en que otro director quería<br />
«hacer espacio» en la sala audiovisual. Algunos años antes una donación única inesperada de una fundación<br />
se había gastado en treinta y nueve proyectores que colgaban <strong>del</strong> techo, aun cuando la escuela ya tenía diez,<br />
y de todas formas nadie, excepto los administradores y los profesores de gimnasia, los usaba porque aburrían<br />
a los chicos. «¿Podrías ayudarme, <strong>John</strong>, y tirar esas cosas a alguna parte después de acabar cuando nadie<br />
esté mirando por ahí? Te deberé una». La razón por la que me lo pidió, creo, aparte <strong>del</strong> hecho de que<br />
siempre conducía una vieja camioneta y no tenía desgana por usarla para asuntos de la escuela, era que yo<br />
siempre insistía en hablar de igual a igual con la gente de la escuela fuera cual fuera su titulación o posición.<br />
Los veía como colegas, dedicados a la misma empresa común en la que yo mismo estaba alistado.<br />
Esta falta de respeto por la cadena de mando a veces producía una clase de fácil familiaridad con los<br />
administradores, denegada a profesores más convencionales, con una perspectiva de «nosotros» y «ellos».<br />
En cualquier caso, llevé parte de los trastos al contenedor de la entrada <strong>del</strong> camino al lago Rutherford en el<br />
Parque Estatal de High Point, Nueva Jersey, y el resto a un vertedero cercano a mi granja de Norwich,<br />
Nueva York, donde la máquina excavadora enterró debidamente 10.000 dólares o así en equipamiento. A<br />
propósito, recuerdo que se me prohibió expresamente regalar esos proyectores, porque se les podría «seguir<br />
el rastro» hasta el Tercer Distrito Escolar Comunitario.<br />
El Tercer Distrito Escolar Comunitario de Manhattan es la fuente de la mayor parte de mis memorias<br />
escolares, el lugar en que pasé gran parte de mi vida laboral adulta. Recuerdo un programa de verano allí en<br />
1971 en que el administrador a cargo corría frenéticamente de aula en aula durante la última semana de<br />
plazo pidiendo a los profesores «que le echaran una mano» para gastar una gran cantidad de dinero (30.000<br />
dólares es la cifra que me viene a la cabeza) que había escondido por los libros de contabilidad. Cuando<br />
protestamos porque el plazo de la escuela se había acabado, explicó que temía ser mal evaluado en<br />
administración económica y que eso podría costarle una oportunidad de ser director. Deshacerse de dinero al<br />
final <strong>del</strong> plazo de forma que no tuviera que ser devuelto fue un tema repetitivo capital durante mis años en el<br />
Tercer Distrito.<br />
Otra historia <strong>del</strong> Tercer Distrito que tardaré en olvidar es la ocasión en que la junta de la escuela aprobó<br />
fondos para comprar cinco mil guías universitarias Harbrace a 11 dólares cada una después de que mi mujer<br />
les hiciera saber que el mismo libro se vendía por lotes de restos de serie en el almacén principal de Barnes<br />
& Noble en la calle 17 a 1 dólar el ejemplar. Probablemente me dijeron que no estaba en la lista de<br />
vendedores aprobados, aunque hace demasiado tiempo para acordarme.