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John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria

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Cuando pregunté qué debería hacer entonces con la clase de setenta y cinco alumnos, contestó: «Utilice sus<br />

recursos. Recuerde, ¡no tiene permiso para escribir a máquina!».<br />

Subí las escaleras, bajé el oscuro pasillo. Al abrir la puerta descubrí mi oscura clase en su sitio, un fragor<br />

insano que llegaba de setenta y cinco viejas y negras Underwood, Royal, Smith Corona: ¡CLACA!,<br />

¡CLACA!, ¡CLACA!, ¡CLIC!, ¡CLAC!, ¡DING!, ¡SLAM!, ¡CLAC! Setecientos cincuenta dedos negros<br />

danzando por debajo de las cubiertas de las máquinas de escribir. Ciento cincuenta manos martilleantes<br />

sonando mucho más fuerte de lo que podía gritar: ¡DEJAD... DE ESCRIBIR!, ¡NO SE PERMITE<br />

ESCRIBIR!, ¡NO ESCRIBÁIS!, ¡PARAD!, ¡PARAD!, ¡OS DIGO QUE PARÉIS!, ¡PONED ESAS TAPAS<br />

EN LAS MÁQUINAS!<br />

Las últimas palabras iban dirigidas a los más descarados de los jóvenes mecanógrafos que habían<br />

abandonado cualquier pretensión de conformidad. Al destapar sus instrumentos estaban declarando la<br />

guerra. Como autodefensa, subí mis gritos en amenazas e insultos, el remedio táctico estándar de los<br />

profesores frente al caos inminente, coceé algunas sillas, golpeé un jarro de aluminio hasta deformarlo y<br />

estaba teniendo algún éxito reduciendo a los pícaros mecanógrafos cuando un siniestro canto de<br />

¡OOOOOHHHHHH!, ¡OOOOOOOOOOHHHHHH! me avisó de que otro juego estaba empezando.<br />

En efecto, un tipo pequeño y flaco había surgido <strong>del</strong> fondo <strong>del</strong> aula y estaba abalanzándose sobre mí, con<br />

una silla sostenida por encima de su cabeza. Había oído bastante mi discurso trastornado, igual que los<br />

granjeros de Middlesex tuvieron bastante de la labia inglesa y levantaron sus sillas en Concord y Lexington.<br />

También yo levanté una silla y estaba haciendo retroceder a mi pequeño oponente cuando de repente tuve<br />

una visión de los dos como la que podría tener una cámara de cine. Eso hizo que sonriera y cuando lo hice<br />

toda la clase rió y las tensiones menguaron.<br />

«No es esta la hora de escribir a máquina? --dije--, ¿POR QUÉ NO COMENZÁIS A ESCRIBIR?». El<br />

primer día de mi carrera de treinta años enseñando acabó tranquilamente con unas cuantas clases más a las<br />

que les dije de una vez: «¡Nada de tonterías! ¡Vamos a ESCRIBIR!». Y escribieron. Todas las máquinas<br />

sobrevivieron indemnes.<br />

Nunca había pensado mucho sobre los niños hasta ese momento, incluso creí que no me gustaban, pero estos<br />

combates de profesor sustituto plantearon la posibilidad de que estuviera reaccionando adversamente no a la<br />

juventud, sino a las invisibles directrices sociales que ordenaban a los jóvenes actuar de forma infantil tanto<br />

si querían como si no. Tal comportamiento proporciona la mejor excusa para la vigilancia adulta. ¿Era<br />

posible que sí me gustaran los niños, pero no el guión escrito para ellos?<br />

Había otros misterios. ¿Qué tipo de ciencia justificaba tan nítidas distinciones entre clases cuando incluso<br />

por la lógica pedestre de la escolarización era obvio que un gran número de alumnos estaban mal colocados?<br />

¿Por qué esto no preocupaba a los profesores? ¿Por qué la aparente indiferencia a problemas importantes<br />

como estos? ¿Y por qué la ración mental se repartía en tan poca cantidad? Allá donde intensificaba mi<br />

propio ritmo y comenzaba a restallar mi látigo mental, todo tipo de niños respondía mejor que cuando seguía<br />

el estúpido currículum prescrito. Pero si eso era así, ¿por qué en vez de eso esta dieta miserable?<br />

El mayor misterio se escondía en la diferencia entre la ansiosa buena voluntad de los alumnos de primero,<br />

segundo y en cierto grado tercer curso --incluso en Harlem-- la brillante, rápida inteligencia y buena<br />

voluntad siempre tan abundante en esos cursos, y el cambio salvaje que traía el cuarto curso en términos de<br />

resentimiento, deshonestidad y descarado espíritu mezquino.<br />

Sabía que algo en la experiencia escolar estaba afectando a esos niños, ¿pero qué? Tenía que estar escondido<br />

en aquellos años de primer, segundo y tercer curso que parecen tan idílicos incluso en Harlem. Lo que salía<br />

a la superficie era el efecto de una prolongada enfermedad que crece desenfrenada en el mismo interludio<br />

utópico en que estaban riendo, cantando, jugando y corriendo en los cursos anteriores. Y los niños que<br />

habían estado en el jardín de infancia parecían estar peor que los otros.

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