John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria
John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria
John Taylor Gatto Historia secreta del sistema ... - iessecundaria
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
pusilánime; pero no la nueva chica de la Segunda Calle, la esposa de Bud, llegada de Cincinnati tras la<br />
Segunda Guerra Mundial. Bien, recuerdo la noche en que Helen preparó comida china, actualmente apenas<br />
algo atrevido en cualquier sitio, pero en aquellos días que se fueron hace tiempo cerca de Pittsburgh, cocina<br />
radical. Cerré mi boca de niño de nueve años y me negué rotundamente a comerlo.<br />
«Te lo vas a comer --dijo Helen--, tanto si tienes que estar sentado ahí toda la noche». Tenía razón. A<br />
medianoche me lo comí. Para entonces sabía fatal. Pero poco después de la humillación, descubrí que<br />
milagrosamente había desarrollado un paladar universal. Podía comer y disfrutar cualquier cosa.<br />
Cuando tenía diez y once años, aún hice algunos asaltos a la dignidad sexual de mi hermana. Era mayor, más<br />
grande y fuerte que yo, de modo que había poca oportunidad de que mis imprecisos tropismos pudieran<br />
haberle causado algún daño, pero incluso esa ligera oportunidad se acabó una tarde, cuando al oír de una de<br />
esas propuestas, Pappy me agarró bruscamente por el pescuezo y por detrás de un hombro y procedió a<br />
darme patadas como a un balón de fútbol, un doloroso peldaño tras otro, escaleras arriba de nuestro<br />
apartamento.<br />
Sobre el robo: tras haber descubierto dónde estaba guardada la reserva de calderilla de la imprenta, cogí un<br />
dólar sin preguntar. Cómo supo Pap que fui yo jamás lo supe, pero cuando irrumpió en el apartamento<br />
llamándome por mi nombre con un bramido de enfado, supe que había sido descubierto y huí al baño, la<br />
única puerta dentro <strong>del</strong> apartamento con un cerrojo. Ignorando sus peticiones para que saliera, oí con el<br />
mayor alivio cómo el sonido de sus pasos se desvanecía y la puerta principal se cerraba de golpe. Pero no<br />
antes de que me relajara él había vuelto, esta vez con una palanca. Sacó la puerta <strong>del</strong> baño, bisagra a bisagra.<br />
Aún recuerdo el sonido desgarrador que hacía. Pero de nada más.<br />
En casi cada aula de mi escuela secundaria había una pala de madera colgada destacadamente sobre la<br />
puerta <strong>del</strong> aula, y no era meramente decorativa. Fui personalmente golpeado una docena de veces durante mi<br />
carrera escolar: siempre dolía. Pero es también justo decir que a diferencia de los ataques a mi espíritu que<br />
aguanté de vez en cuando por llevar un apellido italiano en Cornell, ninguno de estos ataques físicos<br />
hicieron perdurar ningún resentimiento: en cada caso, merecía algún tipo de justo castigo por alguna<br />
barbarie malintencionada u otra. Olvidé los golpes poco después de que fueran administrados. Por otra parte,<br />
abrigo una cantidad significativa de rencores para aquellos profesores que me humillaron verbalmente: a<br />
esos no tengo ninguna dificultad en recordarlos.<br />
Podría parecer a partir de los ejemplos que he dado que creo que existe alguna relación simple entre dolor y<br />
automejora. Pero no es sencillo: con la única excepción de un chico adolescente cuyo placer venía de<br />
aterrorizar a las chicas, jamás pegué a un solo chico en tres décadas en el aula. Sobre lo que realmente<br />
intento llamarle la atención es sobre ese código de normas simplista que se nos ha transmitido desde la<br />
psicología académica y hecho aceptar como texto sagrado. El castigo tuvo un papel importante y positivo en<br />
mi formación. Lo ha tenido en la formación de cualquiera que he conocido como amigo. El castigo también<br />
ha arruinado a su parte de víctimas, ya lo sé. La diferencia puede residir en si surge de agravios humanos<br />
legítimos o de la disciplina inhumana de una burocracia. Es una cuestión que nadie debería considerar<br />
cerrada.<br />
8 Separaciones<br />
Durante los tres primeros años de mi vida viví en Monongahela. Luego nos mudamos a una diminuta casa<br />
de ladrillo en Swissvale, una población urbana a pesar de su nombre bucólico, una parte arenosa <strong>del</strong><br />
Pittsburgh industrial. Vivíamos cerca de la Union Switch and Signal Corporation, un objetivo favorito de<br />
exploraciones entre los golfillos de Calumet a los que rápidamente empeñé mi lealtad.<br />
Los días de lluvia estaba en el porche viendo llover. Supongo que era lo mejor después de mi río perdido. A<br />
veces jugaban en el porche de la casa de al lado dos niñitas encantadoras, Marilyn y Beverly. Como nuestro<br />
porche era algo más alto que el suyo podía verlas sin ser observado (al menos aparentaban no verme). Así<br />
fue como me enamoré.