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Clarissa Pinkola Estés <strong>Mujeres</strong> <strong>que</strong> <strong>corren</strong> <strong>con</strong> <strong>los</strong> <strong>lobos</strong><br />
Muchos miembros de mí familia y muchos de <strong>los</strong> vecinos <strong>que</strong> me rodeaban<br />
habían sobrevivido a <strong>los</strong> campos de trabajos forzados, de personas desplazadas,<br />
de deportación y de <strong>con</strong>centración, donde <strong>los</strong> narradores de cuentos <strong>que</strong> había<br />
entre el<strong>los</strong> habían vivido una versión de pesadilla de Sherezade. Muchos habían<br />
sido despojados de las tierras de su familia, habían vivido en cárceles de inmigración,<br />
habían sido repatriados en <strong>con</strong>tra de su voluntad. De a<strong>que</strong>l<strong>los</strong> rústicos <strong>con</strong>tadores<br />
de historias aprendí por primera vez las historias <strong>que</strong> cuentan las personas<br />
cuando la vida es susceptible de <strong>con</strong>vertirse en muerte y la muerte en vida en<br />
cuestión de un momento. El hecho de <strong>que</strong> sus relatos estuvieran tan llenos de<br />
sufrimiento y esperanza hizo <strong>que</strong>, cuando crecí lo bastante como para poder leer<br />
<strong>los</strong> cuentos de hadas en letra impresa, éstos me parecieran curiosamente almidonados<br />
y planchados en comparación <strong>con</strong> a<strong>que</strong>l<strong>los</strong>.<br />
En mi primera juventud, emigré al oeste hacia las Montañas Rocosas. Viví<br />
entre afectuosos extranjeros judíos, irlandeses, griegos, italianos, afroamericanos<br />
y alsacianos <strong>que</strong> se <strong>con</strong>virtieron en amigos y almas gemelas. He tenido la suerte<br />
de <strong>con</strong>ocer a algunas de las insólitas y antiguas comunidades latinoamericanas<br />
del sudoeste de Estados Unidos como <strong>los</strong> trampas y <strong>los</strong> truchas de Nuevo México.<br />
Tuve la suerte de pasar algún tiempo <strong>con</strong> amigos y parientes americanos nativos,<br />
desde <strong>los</strong> inuit del norte, pasando por <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong> y <strong>los</strong> plains del oeste, <strong>los</strong> nahuas,<br />
lacandones, tehuanas, huicholes, seris, maya—quichés, maya—<br />
cakchi<strong>que</strong>les, mesquitos, cunas, nasca/<strong>que</strong>chuas y jíbaros de Centroamérica y<br />
Sudamérica.<br />
He intercambiado relatos <strong>con</strong> hermanas y hermanos sanadores alrededor<br />
de mesas de cocina y bajo <strong>los</strong> emparrados, en corrales de gallinas y estab<strong>los</strong> de<br />
vacas, haciendo tortillas, siguiendo las huellas de <strong>los</strong> animales salvajes y cosiendo<br />
el millonésimo punto de cruz. He tenido la suerte de compartir el último cuenco<br />
de chile, de cantar <strong>con</strong> mujeres el gospel para despertar a <strong>los</strong> muertos y de<br />
dormir bajo las estrellas en casas sin techumbre. Me he sentado alrededor de la<br />
lumbre o a cenar o ambas cosas a la vez en Little Italy, Polish Town, Hill Country,<br />
<strong>los</strong> Barrios y otras comunidades étnicas de todo el Medio Oeste y el Lejano Oeste<br />
urbano y, más recientemente, he intercambiado relatos sobre <strong>los</strong> sparats, <strong>los</strong> fantasmas<br />
ma<strong>los</strong>, <strong>con</strong> amigos griots de las Bahamas.<br />
He tenido la inmensa suerte de <strong>que</strong> dondequiera <strong>que</strong> fuera <strong>los</strong> niños, las<br />
matronas, <strong>los</strong> hombres en la flor de la edad, <strong>los</strong> pobres tontos y las viejas brujas<br />
—<strong>los</strong> artistas del espíritu— salieran de sus bos<strong>que</strong>s, selvas, prados y dunas para<br />
deleitarme <strong>con</strong> sus graznidos y sus kavels. Y yo a el<strong>los</strong> <strong>con</strong> <strong>los</strong> míos.<br />
Hay muchas maneras de abordar <strong>los</strong> cuentos. El folclorista profesional, el<br />
junguiano, el freudiano o cualquier otra clase de analista, el etriólogo, el antropólogo,<br />
el teólogo, el ar<strong>que</strong>ólogo, tiene cada uno su método, tanto en la recopilación<br />
de <strong>los</strong> relatos como en el uso a <strong>que</strong> se destinen. Intelectualmente, mi manera de<br />
trabajar <strong>con</strong> <strong>los</strong> cuentos derivó de mis estudios de psicología analítica y ar<strong>que</strong>típica.<br />
Durante más de media década de mi formación psicoanalítica, estudié la<br />
ampliación de <strong>los</strong> leitmotifs, la simbología ar<strong>que</strong>típica, la mitología mundial, la<br />
i<strong>con</strong>ología antigua y popular, la etnología, las religiones mundiales y la interpretación<br />
de las fábulas.<br />
Visceralmente, sin embargo, abordo <strong>los</strong> relatos como una cantadora, una<br />
guardiana de antiguas historias. Procedo de una larga estirpe de narradores: las<br />
mesemondók, las ancianas húngaras capaces de <strong>con</strong>tar historias, tanto sentadas<br />
en sillas de madera <strong>con</strong> sus monederos de plástico sobre el regazo, las rodillas<br />
separadas y la falda rozando el suelo, como ocupadas en la tarea de retorcerle el<br />
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