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Mujeres que corren con los lobos

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Clarissa Pinkola Estés <strong>Mujeres</strong> <strong>que</strong> <strong>corren</strong> <strong>con</strong> <strong>los</strong> <strong>lobos</strong><br />

CAPÍTULO 12<br />

La demarcación de territorio.—<br />

Los límites de la cólera y el perdón<br />

El oso de la luna creciente<br />

Bajo la tutela de la Mujer Salvaje recuperamos lo antiguo, lo intuitivo y lo<br />

apasionado. Cuando nuestras vidas son un reflejo de la suya, nuestra <strong>con</strong>ducta<br />

es coherente. Terminamos las cosas o aprendemos a hacerlo en caso de <strong>que</strong> todavía<br />

no sepamos cómo. Damos <strong>los</strong> pasos necesarios para manifestar nuestras<br />

ideas al mundo. Recuperamos la <strong>con</strong>centración cuando la perdemos, cuidamos<br />

<strong>los</strong> ritmos personales, nos acercamos más a <strong>los</strong> amigos y <strong>los</strong> compañeros <strong>que</strong> están<br />

de acuerdo <strong>con</strong> <strong>los</strong> ritmos salvajes e integrales. Elegimos relaciones <strong>que</strong> alimentan<br />

nuestra vida creativa e instintiva. Nos inclinamos para alimentar a <strong>los</strong><br />

demás. Y estamos dispuestas, en caso necesario, a enseñar a nuestras parejas<br />

receptivas lo <strong>que</strong> son <strong>los</strong> ritmos salvajes.<br />

Pero este arte tiene otra faceta <strong>que</strong> <strong>con</strong>siste en saber afrontar algo <strong>que</strong> sólo<br />

puede llamarse la cólera femenina. Es necesario liberar esta furia. En cuanto las<br />

mujeres recuerdan <strong>los</strong> orígenes de su cólera, piensan <strong>que</strong> jamás podrán dejar de<br />

rechinar <strong>los</strong> dientes. Pero, paradójicamente, también experimentamos el vehemente<br />

deseo de dispersar nuestra cólera y acabar <strong>con</strong> ella.<br />

Sin embargo, el hecho de reprimirla no dará resultado. Sería algo así como<br />

intentar prender fuego a un saco de arpillera. Tampoco es bueno <strong>que</strong> nos <strong>que</strong>memos<br />

o <strong>que</strong>memos a otra persona <strong>con</strong> ella. Por eso nos <strong>que</strong>damos ahí, soportando<br />

una poderosa emoción <strong>que</strong> percibimos como algo molesto. Es como un pe<strong>que</strong>ño<br />

desecho tóxico; está ahí, nadie lo quiere, pero apenas hay lugares donde<br />

eliminarlo. Tenemos <strong>que</strong> desplazarnos muy lejos para en<strong>con</strong>trar un cementerio.<br />

He aquí una versión literaria de un breve cuento japonés <strong>que</strong> yo he <strong>con</strong>tado a lo<br />

largo de <strong>los</strong> años. Lo titulo "Tsukina Waguma, el Oso de la Luna Creciente". Creo<br />

<strong>que</strong> nos puede ayudar a en<strong>con</strong>trar nuestro camino en esta cuestión. El núcleo del<br />

cuento "El oso" me lo facilitó hace muchos años el sargento I. Sagara, veterano de<br />

la Segunda Guerra Mundial y paciente del Hines Veteran’s Assistance Hospital de<br />

Illinois.<br />

∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼<br />

Había una vez una muchacha <strong>que</strong> vivía en un perfumado pinar. Su marido<br />

se había pasado muchos años lejos, combatiendo en una guerra. Cuando finalmente<br />

lo licenciaron, regresó a casa de muy mal humor. Una vez allí se negó a<br />

entrar en la casa, pues se había acostumbrado a dormir sobre las piedras. Se<br />

mantenía aislado y se <strong>que</strong>daba en el bos<strong>que</strong> día y noche.<br />

Su joven esposa se emocionó mucho al enterarse de <strong>que</strong> él regresaría finalmente<br />

a casa. Guisó y compró montones de cosas y preparó platos y más platos<br />

y cuencos y más cuencos de sabrosa crema de soja blanca y tres clases de<br />

pescado y tres clases de algas y arroz espolvoreado <strong>con</strong> pimienta roja y unos estupendos<br />

camarones fríos, enormes y de color anaranjado.<br />

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