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Mujeres que corren con los lobos

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Clarissa Pinkola Estés <strong>Mujeres</strong> <strong>que</strong> <strong>corren</strong> <strong>con</strong> <strong>los</strong> <strong>lobos</strong><br />

El niño <strong>que</strong>ría mucho a su madre. Temía perderla y se durmió llorando...<br />

hasta <strong>que</strong> el viento lo despertó. Era un viento muy raro... y parecía llamarlo,<br />

"Oooruk, Oooruuuuk".<br />

Saltó de la cama tan precipitadamente <strong>que</strong> se puso la parka al revés y se<br />

subió las botas de piel de foca sólo hasta media pierna. Al oír su nombre una y<br />

otra vez, salió a toda prisa a la noche estrellada.<br />

—Oooooooruuuuk.<br />

El niño se dirigió corriendo al acantilado <strong>que</strong> miraba al agua y allí, en medio<br />

del mar agitado por el viento, vio una enorme y peluda foca plateada... la cabeza<br />

era muy grande, <strong>los</strong> bigotes le caían hasta el pecho y <strong>los</strong> ojos eran de un intenso<br />

color amarillo.<br />

—Oooooooruuuuk.<br />

El niño bajó del acantilado y, al llegar abajo, tropezó <strong>con</strong> una piedra —<br />

mejor dicho, un bulto— <strong>que</strong> había caído rodando desde una hendidura de la roca.<br />

Los cabel<strong>los</strong> de su cabeza le azotaban el rostro cual si fueran mil riendas de<br />

hielo.<br />

—Oooooooruuuuk.<br />

El niño rascó el bulto para abrirlo y lo sacudió... era la piel de foca de su<br />

madre. Percibió el olor de su madre. Mientras se acercaba la piel de foca al rostro<br />

y aspiraba el perfume, el alma de su madre lo azotó cual si fuera un repentino<br />

viento estival.<br />

—Oooh —exclamó <strong>con</strong> una mezcla de pena y alegría, acercando de nuevo la<br />

piel a su rostro. Una vez más el alma de su madre la traspasó.<br />

—Oooh —volvió a exclamar, rebosante de infinito amor por su madre.<br />

Y, a lo lejos, la vieja foca plateada... se hundió lentamente bajo el agua.<br />

El niño saltó de la roca y regresó a toda prisa a casa <strong>con</strong> la piel de foca volando<br />

a su espalda y cayó al suelo al entrar. Su madre lo levantó junto <strong>con</strong> la piel<br />

de foca y cerró <strong>los</strong> ojos agradecida por haber<strong>los</strong> recuperado a <strong>los</strong> dos sanos y salvos.<br />

Después se puso la piel de foca.<br />

—¡Oh, madre, no lo hagas! —le suplicó el niño.<br />

Ella lo levantó del suelo, se lo colocó bajo el brazo y se fue medio corriendo<br />

y medio tropezando hacia el rugiente mar.<br />

—¡Oh, madre! ¡No! ¡No me dejes! —gritó Ooruk.<br />

Y, de repente, pareció <strong>que</strong> la madre <strong>que</strong>ría <strong>que</strong>darse junto a su hijo, pero<br />

algo la llamaba, algo más viejo <strong>que</strong> ella, más viejo <strong>que</strong> él, más viejo <strong>que</strong> el tiempo.<br />

—Oh, madre, no, no, no —gritó el niño.<br />

Ella se volvió a mirarle <strong>con</strong> unos ojos rebosantes de inmenso amor. Tomó el<br />

rostro del niño entre sus manos e infundió su dulce aliento en sus pulmones<br />

una, dos, tres veces. Después, llevándolo bajo el brazo como si fuera un valioso<br />

fardo, se zambulló en el mar y se hundió cada vez más en él. La mujer foca y su<br />

hijo respiraban sin ninguna dificultad bajo el agua.<br />

Ambos siguieron nadando cada vez más hondo hasta entrar en la ensenada<br />

submarina de las focas, en la <strong>que</strong> toda suerte de criaturas comían, cantaban,<br />

bailaban y hablaban. La gran foca macho plateada <strong>que</strong> había llamado a Ooruk<br />

desde el mar nocturno lo abrazó y lo llamó "nieto".<br />

—¿Cómo te fue allí arriba, hija mía? —preguntó la gran foca plateada.<br />

La mujer foca apartó la mirada y <strong>con</strong>testó:<br />

—Hice daño a un ser humano, a un hombre <strong>que</strong> lo dio todo para tenerme.<br />

Pero no puedo regresar junto a él, pues me <strong>con</strong>vertiría en prisionera si lo hiciera.<br />

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