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EL SANTO ABANDONO - AMOR DE LA VERDAD

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tempestad es tempestad. A ella se resigna el marinero y<br />

trabaja.» Hagamos nosotros lo mismo. No entremos en la<br />

agitación de las olas que nos sacuden, y adhierámonos a la<br />

roca de la Providencia, diciendo: «¡Dios mío, os adoro, os<br />

alabo, acepto la prueba, soporto estos malos días y me<br />

mantengo en paz!»<br />

3º En consecuencia, es preciso orar, ante todo orar y<br />

siempre orar. Pidamos, busquemos, llamemos, importunemos<br />

a Dios, ya para que abrevie la calamidad si tal es su<br />

beneplácito, ya también, y esto de un modo absoluto, para que<br />

perezcan las menos almas posibles en la tormenta, para que<br />

los pueblos vuelvan a Dios con corazón contrito y humillado,<br />

los santos se multipliquen, la Iglesia sea más fielmente<br />

escuchada y Dios menos ofendido. Y como «la oración unida<br />

al ayuno es especialmente buena y la limosna hace hallar<br />

misericordia», la época de las calamidades es el tiempo<br />

oportuno cual ningún otro, para renovarnos en la fidelidad a<br />

nuestros deberes, y de añadir a nuestros sacrificios<br />

obligatorios algunas mortificaciones que las sobrepasan, a fin<br />

de aplacar mejor el justo enojo de Dios. Porque las<br />

calamidades son, en general, el castigo del pecado, y cuando<br />

son más universales y terribles, es señal que fue mayor la ola<br />

de iniquidad que provocó la cólera divina. Nada mejor puede<br />

hacerse que enmendar nuestra propia vida y ofrecer al Dueño<br />

irritado, al Padre no reconocido, un acrecentamiento de amor<br />

y de fidelidad por lo referente a nosotros, un abundante tributo<br />

de desagravio y reparación por nuestras culpas y por las del<br />

mundo pecador.<br />

II. Casi idéntica ha de ser nuestra manera de conducirnos<br />

cuando la calamidad venga a descargar sobre nosotros, sobre<br />

nuestras familias o sobre nuestra Comunidad. Trataremos de<br />

no ver a ella sino a Dios, y a Dios paternalmente ocupado en<br />

el bien de las almas. «La muerte de una persona querida me<br />

parece una calamidad, y si hubiera vivido algunos años más,<br />

quizá hubiera muerto en estado de pecado. Yo debo treinta o<br />

cuarenta años de vida a esa enfermedad que he sufrido con<br />

tan poca paciencia. Mi salud eterna pendía de esta confusión<br />

que me ha costado tantas lágrimas. No había remedio para mi<br />

alma, si yo no hubiera perdido ese dinero. ¿De qué nos<br />

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