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EL SANTO ABANDONO - AMOR DE LA VERDAD

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que Dios nos destinaba. Es, pues, necesario dirigir muy alto<br />

nuestros deseos de espiritual adelantamiento, debiéndolos<br />

apoyar en Dios sólo, y regularse según su beneplácito de tal<br />

suerte que queramos nuestra perfección como Dios la quiere y<br />

solamente como El la quiere. El deseo así formado, aunque<br />

lleno de un santo ardor, permanece siempre tranquilo y<br />

sumiso, porque tiene su principio en la gracia y su regla en la<br />

voluntad divina. Otro deseo hay de perfección que no procede<br />

enteramente de Dios, pues se inspira más o menos en nuestro<br />

egoísmo, se guía en parte por la voluntad propia y se dará por<br />

consiguiente a conocer en la inquietud, la turbación, el<br />

apresuramiento. Cuanto nos merece confianza el primero de<br />

estos deseos, tanto hemos de vigilar al otro, en tal forma, que<br />

tendamos ardorosamente a la perfección y a la vez estemos<br />

en guardia contra las inspiraciones del amor propio.<br />

Por fortuna, Dios viene en nuestra ayuda por medio de<br />

estas penas de que hablamos. Por mediación de ellas nos<br />

ofrece un doble socorro tan necesario como precioso, secunda<br />

nuestros deseos de progresar, sosteniéndonos<br />

poderosamente con su gracia invisible, y presérvanos de los<br />

ataques del amor propio, dejándonos sentir la fuerte impresión<br />

de nuestra pobreza. Hemos, pues, de bendecirle no sólo<br />

porque le pone bajo la salvaguardia de la humildad, sino<br />

porque también aumenta nuestro caudal espiritual. Daremos<br />

algunos detalles, a fin de aclarar esta tan consoladora verdad.<br />

¿Se trata de nuestros pecados y de nuestras<br />

imperfecciones? Diremos a Dios desde el fondo de nuestro<br />

corazón: detesto mis faltas y mis miserias y haré cuanto pueda<br />

con vuestra gracia para corregirme. El acude en nuestro<br />

auxilio, pero de tal suerte, que nos asegure la victoria,<br />

manteniéndonos, sin embargo, en el desprecio de nosotros<br />

mismos. Tal vez se apoderaría de nosotros la yana<br />

complacencia si hallásemos en nosotros mismos la energía y<br />

el valor. Nos concederá la gracia de vencer en pequeña<br />

escala, es decir, bajo la impresión de nuestra debilidad, y por<br />

tanto, con modestia. Lejos de enorgullecerse, estará uno<br />

convencido de no ser sino la nada más despreciable, y este<br />

descontento de sí producirá la complacencia de Dios. Por otra<br />

parte, cuando se llega a no buscar otra satisfacción que la de<br />

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