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EL SANTO ABANDONO - AMOR DE LA VERDAD

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el reino del paraíso.»<br />

San Alfonso se expresaba así por experiencia. « Por Dios<br />

lo había dejado todo, había crucificado su carne, había<br />

afrontado las fatigas de un duro apostolado, había sufrido con<br />

paciencia crueles persecuciones, hasta la afrenta de ser<br />

arrojado de su Congregación. Mil veces había desgarrado<br />

todo esto su corazón; restábale, sin embargo, el tesoro que<br />

nadie le podía robar; restábale su Dios, el amigo que había<br />

consolado sus dolores, y que con frecuencia habíale atraído a<br />

sí con dulces arrobamientos. Con Jesús ya no se encontraba<br />

aislado, y la celda se le convertía en paraíso.<br />

»Pero de pronto, este paraíso desapareció, y Dios, el sol<br />

de su alma, cesó de derramar en ella su luz. Una noche más<br />

espantosa que la de la tumba envolvió al pobre solitario.<br />

Velase abandonado de todos, abandonado de Dios y al borde<br />

del infierno; y si volvía los ojos a su vida pasada, no<br />

encontraba sino pecados. Todos sus trabajos, todas sus<br />

buenas obras no eran sino frutos maleados que inspiraban<br />

horror a Dios. Su conciencia atormentada desde la mañana a<br />

la noche por los escrúpulos, era juguete de todas las ilusiones,<br />

como que convertía en pecados graves sus acciones más<br />

sencillas y aun las más santas. El, el gran moralista que había<br />

dado su dictamen y con tan perfecto discernimiento sobre<br />

todos los casos de conciencia, que había dirigido miles de<br />

cristianos en los caminos de la perfección, que había<br />

confortado a los pecadores hablándoles de las infinitas<br />

misericordias de Dios, y que había consolado tantas veces a<br />

las almas presas de la inquietud, caminaba ahora a tientas, y<br />

como ciego temblaba bordeando abismos, incapaz de dar un<br />

paso sin la ayuda de brazo ajeno.<br />

»En este estado de inquietud y desolación, no se atrevía a<br />

comulgar. Su amor a Jesucristo arrastrábale hacia el altar, y el<br />

temor le impedía abrir su boca para recibir la sagrada hostia»,<br />

hasta que la palabra de su director o de su superior le hubo<br />

tranquilizado. «En lo más recio de estas angustias recurría al<br />

consuelo que procura la oración, mas le parecía que entre él y<br />

Dios se levantaba un muro infranqueable. Creciendo entonces<br />

de continuo la oscuridad, apoderábase de él el sentimiento de<br />

que el Corazón de Dios, le estaba cerrado, y el Paraíso<br />

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