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EL SANTO ABANDONO - AMOR DE LA VERDAD

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sujeta a no pocos defectos, imperfectamente desligada de los<br />

lazos del amor propio, si Dios por su bondad no se apresurase<br />

a someterla a un tratamiento riguroso y persistente.<br />

El primer mal que hay que curar es la gula, que se lanza<br />

con avidez sobre las consolaciones: sensualidad refinada que<br />

en ellas encuentra su más delicioso alimento. Dios entonces<br />

toma la resolución de poner al enfermo a dieta, y si es preciso,<br />

a un régimen riguroso, de suerte que la sensualidad se debilite<br />

y se extinga por falta de alimento, y aprenda el alma con el<br />

tiempo a pasar sin la alegría, a buscar puramente a Dios, a<br />

hacer al espíritu menos dependiente de la sensibilidad.<br />

Otro mal aún más sutil y más peligroso es el orgullo<br />

espiritual. Cuando Dios colma a un alma de sus<br />

consolaciones, fácilmente se cree mucho más adelantada de<br />

lo que en realidad está; invádenla la yana complacencia y la<br />

presunción, desprecia a los demás, y los juzga con severidad.<br />

Entonces Dios la sumerge y la vuelve a sumergir hasta la<br />

saciedad en la aridez, en las tinieblas y en otras penas<br />

semejantes. En opinión de nuestro Padre San Bernardo, «el<br />

orgullo, sea que ya excita, sea que aún no se haya<br />

manifestado, es siempre la causa de la sustracción de la<br />

gracia». Dios se propone prevenirlo o reprimirlo para curarnos<br />

de sus heridas. A fuerza de sentir su impotencia y su miseria,<br />

el alma acaba por comprender que nada puede sin Dios y vale<br />

muy poca cosa aun después de recibir tantas gracias; se<br />

empequeñecerá ante la Majestad tres veces santa, y orará<br />

con mayor humildad. No tendrá dificultad en pedir consejo, y<br />

llegará a ser sencilla y dócil, a la vez que el sentimiento de su<br />

miseria le hará compasiva para con los demás.<br />

Prolongándose, esta dura prueba la humillará, la anonadará a<br />

sus propios ojos, de suerte que se librará de toda yana<br />

complacencia y presunción, desconfiando de sí misma y<br />

confiando en sólo Dios, vacía, por decirlo así, de orgullo y<br />

llena de humildad.<br />

Desembarazada de esta suerte de la soberbia y de la<br />

sensualidad, que son los azotes de la vida espiritual, ábrese el<br />

alma a la gracia y se entrega de lleno a la benéfica acción de<br />

lo alto, dispuesta por tanto a realizar positivos adelantos en las<br />

virtudes sólidas, puras y perfectas. Y si Dios se digna otorgarle<br />

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