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Reloj de Sol
amor solitario con gestos que envuelvan la ausencia de uno y
otro como si fuera una presencia colmada. Cada músculo, cada
tendón, en cada movimiento se aplican en esta escena intensísima
como una prolongación de la danza, pero cumplida ésta
a ras de suelo. El virtuosismo de la danza tiene ahora — desde
Antonio Gades y la bailarina que comparte honores, Cristina
Hoyos — una dimensión nueva: la horizontalidad que parecería
la negación implícita de aquélla. Pero no hay tal: la danza
sigue porque la genialidad de los intérpretes y de los encuadres
focales — pormenorizados — siguen. Y porque la pasión hecha
de nervios, de sensibilidad, de tendones y músculos — de
juventud — sigue y seguirá mientras el mundo sea mundo y
queden intérpretes geniales para representarla.
El histrionismo de cada una de las partes involucradas se
hace manifiesto en la vehemencia no cumplida en la realidad
pero expresada en el sueño que hace que ambos virtuosos de la
danza apliquen todo su entrenamiento, sus condiciones, todo
su poder vital y su temperamento a gestos duplicados, armonizados
— casados como si cada expresión corporal se correspondiera
exactamente a los de la contraparte: hombre y mujer
experimentado una exaltada ansia amorosa que no puede ser
consumada en su clímax porque nace de una circunstancia trágica:
es decir, de imposible cumplimiento.
Devuelta la danza — como protagonista integral en esta versión
— a su condición de verticalidad la historia sigue. Pero esta
novia, más que pararse sobre sus pies estalla en su espléndida condición
de mujer y de bailarina y marca pasos que por momentos
recuerda la libertad de la danza y en otros vibra en el taconeo fluido
y arrollador que pregona — en el más depurado estilo flamenco
— los latidos de su corazón joven y atormentado.
En tanto él — Antonio Gades — abarcador y dominador,
en plena exaltación de su baile y de su varonía logra establecer
un dúo que los involucre plenamente a ambos rompiendo
con su arte — al parecer — las barreras del sueño y nos da la
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