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Carmen Quidiello de Bosch
medida de una paridad — en el grado de excelencia máxima —
que justifica esa exaltación en el baile y la pasión misma que lo
anima.
Cada toma de las cámaras, cada encuadre, cada plano, cada
paso de danza, cada gesto ritual de la pantomima avanzan hacia una
consumación tan lograda que pareciera que esta versión de la obra
más que una interpretación artística resuelta a posteriori está consustanciada
con el acto de creación original de la misma. La trilogía
presente en esta versión es una conjugación feliz tanto como genial
de la expresión de una raza: esto es, una expresión particular culminatoria
— exaltada por tanto — del arte universal.
La ceremonia de la boda en sí está implícita en los cantos y
guitarreos, en la fanfarria y el baile con que se celebra, pletórico
de un fuerte contenido gregario. Pero saltamos por sobre todo
ello y tampoco reseñamos la huida de la pareja a caballo ni la
persecución del novio jineteando todos monturas imaginarias
porque se nos agotarían las palabras. Pero llegamos inexorablemente
a la escena del duelo con cuchillas desenvainadas al
estilo gitano… Y al paso que nos fundimos en la congoja de la
novia ataviada de blanco, testigo único de la danza macabra en
la que se enfrentan en duelo a muerte los dos rivales, comprendemos
que la cámara lenta que nos impone Carlos Saura en esta
precisa instancia, se enseñorea del espacio y del tiempo y nos
desplaza hacia dimensiones insospechadas donde la música —
por su propia naturaleza — no puede seguirnos… Hacia matices
temporo — espaciales a los que dudamos que ningún mortal —
ante la tragedia — haya tenido acceso jamás. Porque la tragedia
suele sustanciarse en forma instantánea, fulminante.
Presenciar estas Bodas de Sangre, aún cuando maravillados,
nos saca de nuestros anteriores marcos de referencia…
Nos hiere.
Y nos deja exangües también.
¡AHORA! *No. 956* 22 DE MARZO DE 1982
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