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Carmen Quidiello de Bosch
para compartir la debilidad de un dios — en un momento dado
— bastaba con ser mujer sencillamente, sin ocurrírsele a nadie,
ni a Homero, ni a ella siquiera, justificaciones heroícas más o
menos inmortales o tipificantes.
El hombre lucha por la trascendencia. Y ella cambia la faz
de la tierra.
La mujer es en sí misma su propia trascendencia porque
lleva en sí misma lo incorruptible: La Vida.
Como ente social puede y debe tener la mujer una función
trascendente más allá de sí misma. Puede y debe tener una función
socializadora dentro de estructuras políticas cada vez más
enmarcadas en un orden que promete la justicia en la tierra
aquí y ahora. Puede y debe tener la opción del arte o de la ciencia
tanto para sí misma como para estimular a su prole.
Pero como expresión individualizada de su género (genre)
su opción prioritaria (permanente) es ser ella misma porque por
ella pasa el centro gravitacional de cada generación. Y es ella en
sí misma la tierra nutricia de una humanidad permanentemente
renovada. ¿Y cómo justificar el Olimpo sin que haya émulos
en la Tierra, sean éstos semidioses o simples mortales?
El drama de la vida lo asume la mujer en forma natural y
plena en su vida cotidiana, siempre esforzada pero jamás culminatoria
dentro de los patrones tradicionales. Tal como surgen
y se suceden — ad infinitum — las fases de la luna.
Esa cotidianidad esforzada la asume la mujer tanto si es una
intelectual como si es una analfabeta en forma dúctil, realista:
pujante o comedida, serena o impetuosa, lúcida o intuitiva.
Siempre eficiente; siempre ella misma — empírica eminente —
en cuanto a dadora y preservadora de la Vida.
La tragedia en cambio la asume el hombre voluntariamente
como parte del riesgo de la creatividad trascendente, en un impulso
que puede llegar a ser auto-inmolatorio y definitivo.
La mujer no tiene opción auto-inmolatoria. No tiene la opción
de la inmortalidad a través del trámite heroico que ha de
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