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Reloj de Sol
A partir de esas tres palabras dichas fuera de la coordinación
del momento –ya que no nos estaba dictando ningún
texto — no le fue posible a la pulcra, a la casi bella, a la encantadora
maestrita, sofrenar nuestras risas; volvernos al redil
de lo convencional; controlar nuestra ebullente rebeldía a esas
horas muertas de la prima tarde dedicadas a memorizaciones
inacabables y sin sentido. Desde ese momento el clima de sosegada
mesura que ella nos había impuesto — bien es verdad
que por las buenas — estalló en el aire para convertirse en una
tórrida algarabía. Su discreta palidez se acentuó y las lecciones
que quedaron pendientes no llegaron a completarse porque ella
nunca regresó.
Después, a lo largo de una larga vida llena de contrasentidos,
cuajada de memorizaciones intrascendentes, pero también
de cosas absolutamente maravillosas, recojo alguna que otra
vez, en alguna parte de aquella memoria ejercitada en una hora
feliz, la imagen de la maestrita, y vuelvo a revelar — en el negativo
de la distancia, en colores sepias muy difuminados — las
facciones y el talante casi poético de aquella señorita soñadora
que siguiendo el hilo de quién sabe qué pensamiento lejano,
posiblemente amoroso, nos dijo fuera de lugar unas palabras en
una sutil clave que entonces nuestros pocos años no supieron
interpretar y que fueron las mismas que encabezan estas líneas
y que con tanta nostalgia y un cierto dolor, para terminar, repito
aquí: “punto y aparte”.
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