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Reloj de Sol
El hombre lucha por la trascendencia. Y ello cambia la faz
de la tierra.
La mujer es en sí misma su propia trascendencia porque
lleva en sí misma lo incorruptible: la vida.
Como ente individualizado puede y debe tener una función
trascendente más allá de sí misma. Puede y debe tener una
función socializadora dentro de estructuras políticas cada vez
más enmarcadas dentro de un orden que preconiza la justicia
en la tierra aquí y ahora. Puede y debe tener una opción en el
Arte o en la Ciencia en primera persona y no sólo en su prole.
Pero como expresión vital de su género (genre) su opción
prioritaria (permanente) es ser ella misma porque por ella
pasa el centro gravitacional de cada generación. Y es ella en sí
misma la tierra nutricia de una humanidad permanentemente
renovada. De otro modo, ¿cómo justificar el Olimpo y a los
Inmortales sin que nazcan y crezcan sus émulos en la Tierra ya
sean éstos semi-dioses o simples mortales?
El drama de la vida — con su cotidianidad imperiosa — la
asume la mujer en forma natural y plena a través de una vivencia
diaria intransferible — siempre esforzada pero jamás
culminatoria — tal como surgen y se suceden, ad infinitum,
las fases de la luna. Bien si se trata de una intelectual o de una
analfabeta ella siempre se comportaría (en cómputos globales,
naturalmente), de una manera dúctil, realista — pujante
o comedida, serena o impetuosa, lúcida o intuitiva — pero
siempre eficiente: siempre ella misma, empírica eminente, en
cuanto a dadora y preservadora de la vida. La perentoriedad
de la contingencia diaria la aíslan, por decirlo así, del ámbito
de la tragedia.
Su ámbito natural es el drama aún cuando ella lo asuma con
ánimo sereno: con talante estoico.
La tragedia, en cambio, la asume el hombre voluntariamente
como parte del riesgo de la creatividad trascendente, en un
impulso que puede llegar a ser auto-inmolatorio y definitivo.
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