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Reloj de Sol
ha de venir para cumplir la tarea de materializar con hechos lo
mejor de nosotros mismos. La tarea de realizarnos como individuos
y como pueblo, pero reconociéndonos siempre en lo
que somos por lo que fuimos y adivinándonos con fe en lo que
seremos.
La cultura de la identidad es también la línea de la continuidad
del esfuerzo de generaciones sucesivas para dominar el
medio en que les tocó desarrollarse: es el techo de pizarra y sin
poros para las casas en los climas casi polares y es la colocación
habilidosa de la humilde penca tropical para cobijar el bohío.
Es el saludo mañanero en la taza de café recién colado o la expresividad
de una frase (“bendición tío”). Es la convivencia y
el equilibrio de la relación familiar y comunal. Es ímpetu para
alcanzar la madurez en el oficio y el oficio mismo. La cultura
de la identidad o la identificación por la cultura es la consustanciación
con el medio que nos rodea y al cual se le extrae lo
que tiene de permanente y por lo mismo de trascendente, de
aprovechable y de transferible de una gestión a otra.
No importa que podamos hacer nuestra la técnica y formas
de pensar nuevas que nos llegan, fuera por la vía del petróleo
o por la vía del satélite. No importa que dominemos
una o más lenguas extranjeras. No importa que sepamos manejar
la computadora o el microscopio electrónico siempre
y cuando no deformemos su uso por la falta de desarrollo
equilibrado de nuestras propias potencialidades como pueblo
y como grupo humano. El teléfono, por ejemplo, está ahí
para servirnos aunque no lo hayamos inventado, pero servirá
pobremente o hasta adversamente si se usa como simple
pasquín oral o para entretener horas de ocio improductivo o
para volcar en él una precariedad estructural de pensamiento
y acción.
Si la transculturación indiscriminada nos mitifica, la falta
de conciencia de la identificación cultural nos precipita en el
vacío. Sólo la identificación por la cultura elevada a categoría
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