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Ciudadanos del mundo
L a juventud nos hace ciudadanos del mundo. La cultura, por
supuesto, mucho más… Pero si nos ha tocado en suerte
asomarnos a espacios exteriores — llamémosle así — más allá
del sitio que nos vio nacer en la primera o en la segunda infancia
sobre todo, seguro es que quedaremos marcados — para
bien — por una medida conceptual referida a que el contexto
de la vida está más allá de lo inmediato y cercano; más allá de
la calle o del pueblito de la ciudad provinciana o hasta de la
capital del país de origen. También es posible que de una u otra
manera quedemos marcados por una necesidad — siempre latente
— de volver a asomarnos de nuevo a aquel espacio o experiencia
que marcó su huella al dejarnos visualizar contextos
ensanchados del mundo y la vida.
No quiere esto implicar que es sólo a través de ese proceso
que se adquiere un apetito por experimentar con naturalidad
lo lejano, lo más lejano, lo exótico inclusive. Quiere esto
decir, solamente, que se da más frecuentemente en el caso
descrito porque es en la infancia donde los límites mentales
— la capacidad de conceptualización básica — toman características
derivadas de experiencias tempranas. Después, en
todo caso y siempre, la cultura irá ensanchando esa capacidad
y sensibilizando al individuo hacia nuevos horizontes
espirituales y mentales. Pero es en los años jóvenes donde
ocurre un salto cualitativo tal que de veras permite borrar
las fronteras inmediatas, producto del condicionamiento social
y cultural del núcleo humano de donde procede el individuo,
para lanzarse a experiencias con aliento no sólo más
amplio sino generoso que de paso nos hace más aptos para
revalorar lo propio.
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