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Los convalescientes eternos o los eternos
convalescientes
E scribir con el fi n de publicar lo escrito no es sólo un proceso
que se realiza a partir de determinados lóbulos y células cerebrales
más o menos localizadas ya por la Ciencia de hoy. En mi
modestísima opinión es un proceso que viene de lejos — ¿es que
podría ser genético? — digo yo, aunque lo que me provoca o me
tienta ahora mismo decir — por aquello de que está tan de moda
— es la palabra cibernética (y ése es precisamente uno de los peligros
que acechan a quien escribe) cuando una tal palabreja u otra
cualquiera pugna por imponerse aunque no tenga que ver necesariamente
con el discurso del texto que se tenga entre manos.
El que escribe — con el fi n de publicar, repito — camina
siempre por un desfi ladero angostísimo entre cimas y simas —
terrores de la ortografía lo acompañan siempre, además- pendiente
de no dejar que la aspiración desmedida de las alturas ni
el vértigo de las profundidades arrebaten al presunto desfi lante
antes de llegar al punto fi nal de su destino (léase texto).
El que escribe — respetando en su tumba al ilustre manco
de Lepanto, por supuesto — aspira de uno u otro modo a crear
el brazo y la lanza que salga en cada amanecida (tarde o noche,
según las horas de salida de su rotativo) a deshacer entuertos
(ajenos, por supuesto). Aspira a encontrar el tema exacto (e intacto),
para un determinado público que espera ansioso que le
revele una verdad cotidiana, pero dicha en forma tal que alivie
la cotidianidad de lo cotidiano. (Los redactores que manipulan
los cables de las agencias informativas son por eso los mimados
de la diosa Fortuna porque el maná de la inspiración les llega en
forma sintética y hasta predigerida como cornfl ake del magro
desayuno). En cambio, los que sirven una columna diaria son
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