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Del Retablo de las Maravillas
E n los comienzos, porque señoras, señores, todo tiene un
comienzo, cuando el teatro se hizo niño en los autos sacramentales
y se desprendió de la tragedia y quedó penetrado
de lo maravilloso — de lo milagrero — se empezó otra vez por
el principio, porque las causas profundas que movilizaban el
teatro antiguo (las complejidades psicológicas del mundo profano)
habían entrado en una hora de agotamiento y casi de extinción
como el mundo antiguo que había caducado junto a sus
dioses paganos.
Entonces, en algún lugar remoto se realizó el milagro: nació
un niño, y el mundo cristiano, a partir de esa hora, aprendió
a rezar porque apareció la esperanza. Pasaron muchos siglos,
pero el milagro de tal nacimiento traería consigo una serie de
maravillas que luego se plasmarían en obras y milagros de gentes
sencillas y recias y conmovedoramente crédulas. El mundo
se hizo nuevo. Se cantaron villancicos de hechura provincial
en lenguas romances y en dialectos infi nitos, pero todos correspondían
a un hondo sentido místico esperanzador capaz
de construir inmensas catedrales en piedra cuya factura — la
ciudad de Dios — tomaba siglos.
Esa temporalidad de siglos era sólo un eco de la eternidad
consagrada por un credo exaltador de valores permanentes. En
el atrio de esas catedrales aparecieron los autos sacramentales y
con ellos se fueron facturando estructuras sociales que manejaban
villorrios y Burgos del más variado talante.
Puesto que ya había aparecido el milagro aparecería en
punto y hora la presentación del milagro y pronto aparecería,
bajo la égida de Maese Pedro, el Retablo de las Maravillas cuyo
brillo nos llega a veces (en forma de títeres), hasta la avidez de
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