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Reloj de Sol
dad, sino en función del hombre mismo, creador factual de la
representación y de la acción de las divinidades.
El culto al hombre nos invade, nos induce y nos conduce
sobre la ruta emprendida que está abierta y delineada sin que
nos percatemos del ritual servido sin ostentación — en forma
de sugerencias visuales — y perfectamente pautadas para su
comprensión y simulación.
Del asombro y la reverencia pasamos sin solución de continuidad
— como pasamos de una estancia a otra — a la prueba
de la iniciación súbita. De la revelación no buscada sino encontrada.
En medio de una sala de tamaño discreto aparece un templete
montado sobre columnas oscuras, relucientes, más bien
chatas. El material es superbo pero no nos atrevemos sin embargo
a asegurar si es de obsidiana. A nivel del piso se ve una
lápida rodada parcialmente hacia un lado, mostrando una
oquedad que aparece debajo del nivel del suelo. En la oquedad
está la réplica exacta, imponente por su simplicidad, en tamaño
natural hecha de cristal de roca — traslúcido — de un cráneo
humano de proporciones nobles: frente alta, sienes espaciosas,
pómulos marcados, boveda craneana amplia, elevada; quijadas,
nariz, órbitas espléndidas… Estas proporciones modélicas me
hacen pensar por un instante que fue a partir de este molde que
fue creado el hombre — el hombre universal — y no a la inversa,
es decir réplica de aquel.
A la vista de este modelo, de la clave que me brinda, toda
la solemnidad de la construcción, toda la estrategia del conjunto;
de su desarrollo que comprende varios cuerpos de edificios
que alternan naves, galerías, salas y salones, con patios
y espacios abiertos medibles en kilómetros; toda la riqueza de
formas, toda la sabia proposición de temas con luces y sombras
— ¡todo! — se concreta en un solo objeto- síntesis: la calavera
de un hombre. El rostro emaciado del hombre universal. Es decir,
su réplica exacta hecha con instrumentos desconocidos que
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