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La semilla
L a Trinidad védica-Brahma (el creador), Shiva (el destructor),
Visnú (el preservador), tras prolongadas meditaciones
lúcidas y silenciosas hicieron un pacto sagrado: ninguno habría
de sobrepasar su propia medida, su propia condición. Ninguno
habría de tomar ventaja del descuido o del descanso — mucho
menos del sueño — de quienes con él formaban la trilogía que
gobernaba la Creación entera, cuyo equilibrio debía preservarse
a todo costo. Cada pieza de la naturaleza quedaba bajo inventario
a partir del momento mismo de concertarse el pacto
por lo que la función de cada quien además de defi nida para la
eternidad quedaba garantizada en el ámbito que le pertenecía
lo que se extendía al sueño y al descanso de cada parte. La automarginación
en benefi cio de lo que a los otros les correspondía
asumir sería una condición inviolable…
Para dejar constancia de tan trascendental acontecimiento,
según su propio humor y gracia, en prenda de que el mismo sería
rigurosamente respetado, se debía aportar en el propio acto — en
el instante mismo — una manifestación precisa del don divino,
individual y característico que defi nía la propia función.
Así Brahma, el creador, en un instante de siglos creó los
árboles como expresión perfecta de su creatividad y dentro de
un humor más bien ascético. Crecido que hubo cada especie,
Brahma, se recreó en ellos y luego se acostó a dormir bajo su
sombra un sueño de milenios.
Mientras tantos Shiva, impaciente y sensual — hermano de
la muerte — aprovechando el acto de creación inefable adornó
los árboles según su particular humor y modo: con frutas tan
deliciosas como perecibles añadiéndoles además perfumes y
colores variados y también perecederos…
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