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Reloj de Sol
no fuera concreto, computable, regimentado por la ley de la
oferta y la demanda (de causa y efecto).
No podía ser la esperanza de una vocación en vías de realizarse
ya que ésta no se había manifestado. No era un don adivinatorio
que prometía bienandanzas. No era en absoluto una
sabiduría inmanente que hubiera podido ir dando respuestas a
las nuevas circunstancias o a los nuevos desafíos que ellas planteaban.
¿Qué hacía, pues, que el sol y la luna brillaran en todo su
esplendor, que las tardes resplandecieran, que el mundo no se
deteriorara en las cuatro esquinas; que el día fuera un cofre de
luz y de esperanzas?
Con la frente orlada con las propias canas encuentro hoy —
desde la lejanía de los años transcurridos — una causa precisa e
incontrastable: la taumaturgia que incorporaba el brillo de una
infancia feliz. Porque asimilada o no a los retos que me proponía
la vida; rezagada o no en mi desarrollo de adolescente a
joven mujer, mi infancia había sido una infancia absolutamente
feliz, sin vocación ni ambición manifiesta (fuerza es confesarlo)
pero absolutamente feliz.
Y es que una infancia feliz es siempre — para siempre —
un halo de bienaventuranza — una especie de aura protectora
contra los embates de la vida — que en mi caso habíanme
proporcionado una madre recta y un padre bondadoso cuya
memoria evoco con amor y gratitud en estas líneas.
Los embates siguen… La taumaturgia que me legó el amor
me alienta todavía. Cada día.
¡AHORA! *No. 918* 29 DE JUNIO DE 1981
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