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Reloj de Sol
lago de Nicaragua. Allí haremos un alto para refrescarnos y tomar
un ligero almuerzo y para que nuestra gentil acompañante
se tome un bien ganado descanso.
Granada es una ciudad altanera y coqueta enmarcada dentro
de una zona ganadera, y por tanto rica. La proximidad al
lago de Nicaragua le proporciona el bien supremo: el agua en
abundancia, la facilidad de transporte a distintas zonas y por
tanto la facilidad comercial bursátil. Su población está lejos de
ser típica y su estirpe colonial está fuertemente evidenciada en
sus palacetes con escudos y timbres labrados en piedra que nos
asombran por una cierta monumentalidad fuera de contexto,
sobre todo en relación a la capital, donde los movimientos sísmicos
no han respetado ni escudo ni timbres coloniales, y donde
señorea en gran medida un aire de desolación, en parte a las
catástrofes sufridas.
Granada convive con la dulce y nutriente vecindad del lago.
Allí se observa un espigón que hace las veces de embarcadero,
ciertamente importante. De alguna manera se siente que ésta
es una entidad aparte. Sus conventos y sus casas parroquiales
nos hablan de una población también importante — y rica —
que conoció un esplendor especial. El viejo Convento de San
Francisco supone una grey casi virreinal. Y al llegar a su patio
interior supone otra exterior extendida y dilatada más allá de
los muros que bordean la construcción original. Por algo las
Naciones Unidas la han declarado Monumento Nacional.
Más allá de las palmas que nos brindan la bienvenida tras
corredores y naves inmensas que fungen de bambalinas nos topamos
con un espectáculo completamente inusitado: una colección
de ídolos antropomorfos en el eje central y zoomorfos
en el contorno y colocados en doble fila alzan su misterio y
su silencio sobre pedestales lisos improvisados antes de que la
orden religiosa que los rescató del lago hiciera mutis para siempre
de lo que fue un largo y profundo asentamiento. Los que
se retiraron hicieron justicia --tardía-- a la raza misteriosa que
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