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Reloj de Sol
Así, con un no sé qué de conciencia de culpa me instalo de
todos modos en el nuevo sol anticipado. Lo hago conscientemente
y hasta con avidez, pero eso lo hace solamente una parte
de mí misma. La otra parte, la vegetativa y glandular, la que no
se entera de calendarios puestos a punto gracias a los adelantos
de nuestra época, sigue un curso distinto que por ser inconsciente
no encaja ni mucho menos en el calendario que le hemos
impuesto gracias al arte de birla y birloque que es burlar al Sol.
El castigo de la divinidad correspondiente — supongo que sigue
siendo Apolo — no se deja esperar, a pesar de los halagos
del nuevo ambiente tan eficiente como bien provisto… Los párpados
se niegan a obedecer el mandato del horario local, las articulaciones
no obedecen la orden de la voluntad y una especie
de niebla gelatinosa nubla la vista como en los momentos más
críticos de los flash-backs fílmicos.
(Mi acompañante no participa de ninguno de esos síntomas
y yo entre admirada y alelada resueltamente renuncio a
encajar en el nuevo horario).
Un programa intensivo nos lleva a vivir las experiencias que
he relatado en el anterior Reloj de Sol durante nuestra visita a la
ciudad de Santander y una vez llenada esa parte del programa
se plantea la necesidad del regreso: yo me dejo llevar por el destino,
que en ese punto es perfectamente inclemente, y sucede
un proceso exactamente a la inversa: volaremos sobre el Atlántico,
pero siguiendo esta vez el curso del Sol. Perseguiremos la
sombra en una forma tan pertinaz que ella, al envolvernos — a
su modo — también se venga. Atraparemos el sol saltando por
sobre la sombra que cubre ya esta parte del hemisferio, lo que
hará que vivamos el día de la salida — la fecha del despegue —
en una dimensión alargada, distendida más allá de sus propios
límites naturales con resultados extenuantes para mi frágil humanidad.
Mi admiración por la aeronáutica siempre ha sido muy
acentuada y llevada a los límites extremos, pero hoy en día, una
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