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En el advenir del adviento
E n estos días se ha repetido mucho — tal vez muchísimo,
hasta la saciedad — el signifi cado de la palabra adviento
como equivalente a espera. Pero en efecto, en el aire suenan clarines
fi nísimos proclamando la proximidad de la epifanía. Hay
una levedad y una frescura en el ambiente tales que suscitan
una especie de dulcísima sensualidad del espíritu. Hay un gozo,
por decirlo así, de la calidad inagotable de la vida vista a través
sobre todo de los niños — todos los niños — que en algún
momento nos rodean en la propia casa o en las de los amigos.
Hay un despertar de pequeños y sucesivos asombros al comprobar
el repetido milagro del tiempo cumplido en el calendario
y cumpliéndose cada día: cuando el día madura en noche, o
cuando se produce el júbilo de la cosecha reciente llámase ésta
la de la humilde habichuela verde ocoeña. O la más sofi sticada
del arroz en cualquier otra región del país. Y sobre todo la cosecha
de los afectos; de las relaciones humanas pacientemente
cultivadas y recíprocamente intercambiadas sin más costos que
haber sido consistente cada uno consigo mismo.
Está la cosecha de los errores, tan difícil como útil. Está
también la cosecha de los propósitos de enmienda vibrando en
el aire, porque un error reconocido a tiempo equivale a muchos
aciertos. Está el genuino interés que otros nos prodigan. Están
los pequeños y los grandes logros.
Está la persistencia en el esfuerzo, superando el cansancio,
remontando nuestras limitaciones, inventando situaciones y
soluciones, mejorando en nosotros mismos la calidad de vida.
Es decir recreándola y recreándonos nosotros en ella.
En el adviento estamos — en la espera — y corremos al
encuentro de lo que antes se nos escapó inadvertido porque no
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