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Reloj de Sol
de perversión, como la sucursal misma del infierno, humeante
de cigarrillos e impregnado de viscosidades malolientes salidas
de los espumarajos de las bocas de los borrachos parroquianos
allí congregados y obnubilados por el vicio del alcohol y de las
drogas e incapaces por tanto de responder adecuadamente —
como hombres — al más elemental sentimiento de solidaridad
y filantropía innata a la condición humana: acudir en defensa
del más débil.
Sin embargo, una segunda mirada más objetiva y fría de
la escena de los hechos nos permite ver que tales parroquianos
en nada se diferenciaban posiblemente del tipo promedio
entre los miles de clientes que llenan los lugares públicos de
expendio de bebidas que se llaman bares en cualquiera de los
sectores populares de las ciudades norteamericanas enclavadas
en la sociedad de consumo.
Cabe suponer, inclusive, que entre ellos habría varios pacíficos
padres de familia con hijas adolescentes… Un chequeo
estadístico haría evidente (sin grandes márgenes de error) que
se trataba de hombres que salían de las fábricas o talleres donde
trabajaban con el ánimo de restaurar un poco las fuerzas antes
de hacer el viaje de regreso a sus hogares.
En este caso — más que probable — ¿a quién o quiénes
culpar por la extrema indigencia, por la total degradación que
significa presenciar una atrocidad tal sin que quince (15) hombres
se resolvieran a dominar a seis (6) demasiado embriagados
estos últimos en su culposo cometido para ser realmente irreductibles
por la fuerza?
Lo cierto es que un crimen realizado en equipo (seis personas
involucradas simultáneamente en turnos de relevo) y el cual
logró, mientras se consumaba, un consenso de por lo menos
15 personas es altamente preocupante para quienes queremos
conservar la fe en la simple condición humana porque pone
en evidencia una co-participación sincronizadamente culposa.
Vale decir, que englobaba un modo de sentir y actuar generali-
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