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El dilema como tiempo escindido
en antes y después
R esuenan dentro de mí como un eco unas palabras dichas
levemente, con esa lenidad con que se comunican las cosas
verdaderamente importantes porque expresan — sin necesidad
de énfasis alguno — un cúmulo de sabiduría fácilmente perceptible
y que sólo algunos seres tienen el privilegio de comunicar.
Esas palabras se referían al concepto de lo que se conoce con la
voz “dilema”. La palabra en sí es clara, transparente. El concepto es
más complicado e implica una composición opuesta o otra, pero
no en dos tiempos, sino coincidentes ambas simultáneamente. Es
decir, la posibilidad de elegir en función del acto en que un sujeto
tome una alternativa: esto o aquello, lo que implica adoptar una
opción pero eliminando entera y totalmente la otra.
La persona aludida decía que sólo en vidas de excepción
— o excepcionalmente — se presenta el verdadero, el auténtico
dilema.
Al Cristo se le ofreció uno: aprobar la conducta de los mercaderes
del templo o denunciarlos como impíos y repudiarlos.
En una opción iría envuelto el cobarde conformismo de los
tiempos que corrían; en el otro caso iba implícita su muerte.
Denunciar y repudiar y hasta castigar a los mercaderes del templo
llevaba implícita su condena de muerte. El dilema fue resuelto
en forma vigorosa. Cristo usó látigos para expulsar a los
mercaderes y en el mismo acto acusaba al Sanedrín por haber
permitido la profanación del templo. Por ello su suerte quedó
sellada. Después, en pasos contados — inexorablemente — llegaría
la denuncia, la fl agelación, el vía-crucis, la crucifi cación.
Todo en cadena rigurosamente resuelta pero no por los jueces
propiamente sino por el propio Cristo.
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