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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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canónigos de la catedral, que no veían la hora de quitarse de encima a la Santísima<br />

Inmaculada.<br />

Pues bien, con el tiempo y a fuerza de oírselo repetir, los canónigos de la catedral<br />

habían empezado a detestar, no propiamente a la Virgen, sino a aquellos patanes y más a<br />

aquellos medio señores de la congregación que, no contentos con mantener despierta en el<br />

alma de los campesinos aquella creencia indecente de su despecho por la Virgen, llegaban<br />

a la arrogancia de enviar tres o cuatro entre los más descarados, cada sábado al anochecer,<br />

a la plaza delante de la catedral, con el encargo de pasearse con las manos detrás de la<br />

espalda y la nariz al cielo, esperando a que algún miembro del capítulo saliera de la<br />

iglesia, para preguntarle con una risa tonta en los labios:<br />

—¿Perdone, señor canónigo, qué prevé? ¿Va a llover o no va a llover mañana?<br />

Se trataba, como se ve, también de una irreverencia intolerable.<br />

Monseñor Partanna tenía que hacerla cesar a toda costa. Más aún porque todos sabían<br />

que aquellos hermanotes de la congregación, en el frenesí de hacer dinero de cualquier<br />

manera, llegaban incluso a especular indignamente sobre la Virgen, empeñando al banco<br />

católico de San Gaetano los oros, las gemas y hasta el manto estrellado que la Virgen<br />

había recibido de sus fieles devotos.<br />

El obispo tenía que ordenar que el retorno de la Santísima Inmaculada a la iglesia de<br />

San Francisco no se hiciera más allá del segundo domingo después de la fiesta, sin<br />

importar cómo era el tiempo, lloviera o no. No había peligro de que se mojara bajo el<br />

magnífico baldaquín, sostenido a turno por los seminaristas de complexión más fuerte.<br />

Pero eran las mujeres de los campesinos, las mujeres del pueblo o, como repetían los<br />

reverendos canónigos del capítulo, las rameras, las rameras, que tenían miedo de mojarse,<br />

¡y decían que era por la Virgen! No querían arruinarse los vestidos de seda, que se ponían<br />

para la procesión dando un espectáculo de vanidad sacrílega, acicaladas como la<br />

Santísima Inmaculada, con las manos un poco levantadas y abiertas delante de los pechos,<br />

llenas de anillos en todos los dedos, con el chal de seda prendido en los hombros con<br />

broches, los ojos al cielo y todos los colgantes y las lágrimas de los pendientes y de los<br />

broches y de los brazaletes, que se tambaleaban a cada paso.<br />

Pero monseñor el obispo no quería darse cuenta de ello.<br />

Quizás, ahora que estaba viejo y alicaído, él también tenía miedo de mojarse y de<br />

enfermar, siguiendo con la cabeza descubierta el palio, bajo la lluvia, y le importaba poco<br />

que el pobre vicario capitular, monseñor Lentini, aquel año por las tantas prédicas, una al<br />

día, siempre sobre el mismo argumento, estuviera reducido a un estado que inspiraba<br />

compasión incluso a los bancos de la iglesia.<br />

Ya hacía once domingos, once desde el ocho de diciembre, que el pobre hombre, al<br />

levantar la cabeza de la almohada, le preguntaba con voz lamentosa a Piconella, su vieja<br />

ama de llaves, que cada mañana le traía el café a la cama:<br />

—¿Llueve?<br />

Y Piconella ya no sabía cómo contestarle. Porque realmente parecía que el tiempo se<br />

divertía atormentando a aquel buen hombre con una crueldad increíblemente sofisticada.<br />

Algún domingo había amanecido sereno y entonces Piconella, exultante, había ido a dar<br />

la nueva a su monseñor vicario:<br />

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