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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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abadía, ceñudo y duro, siempre acompañado por sus dos secretarios, y nunca había<br />

querido aceptar, si una taza de café era demasiado, al menos un vaso de agua. ¡Cuántas<br />

reprobaciones las abadesas y las vicarias habían tenido que hacer a las monjas y a las<br />

educandas, para reducirlas a obediencia y hacerlas bajar al locutorio, cuando la portera,<br />

para anunciar la visita de Monseñor, tiraba durante mucho rato de la cadena de la<br />

campanilla que chillaba como un perrito a quien alguien hubiera pisado una pata! ¡Si las<br />

asustaba a todas con aquellos signos de cruz! Con aquella voz gruñona: «Santa, hija», en<br />

respuesta al saludo que cada una le ofrecía, poniéndose delante de la doble reja, con el<br />

rostro sonrojado y la mirada baja:<br />

—¡Excelencia, bendígame!<br />

No pronunciaba ningún discurso que no estuviera relacionado con la Iglesia. El joven<br />

secretario don Arturo Filomarino había perdido el trabajo por haber prometido un día, en<br />

el locutorio de Santa Ana, a las educandas y a las monjitas más jóvenes —que se lo<br />

comían con los ojos desde las rejas—, una plantita de fresas para plantarla en el jardín de<br />

la abadía.<br />

Monseñor Partanna odiaba ferozmente a las mujeres. Y descubría bajo el hábito de<br />

cada monja, a la mujer, a la mujer más peligrosa, a la mujer humilde, tierna y fiel. Por esa<br />

razón cada respuesta que les daba a ellas era como un golpe de férula en los dedos. Marco<br />

Mèola conocía, gracias al tío secretario, este odio de monseñor Partanna hacia las<br />

mujeres. Le pareció demasiado y pensó que tenía que existir una razón recóndita y<br />

particular en el alma y en el pasado de Monseñor. Se puso a investigar, pero pronto<br />

interrumpió la búsqueda, ante la llegada misteriosa de una nueva educanda a la abadía de<br />

Santa Ana, una pobre jorobada que no podía ni sostener sobre el cuello su gran cabeza<br />

con los enormes ojos ovalados en la flacura escuálida del rostro. Esa jorobada era sobrina<br />

de monseñor Partanna, pero una sobrina de la cual los parientes de Pisanello nada sabían.<br />

Y de hecho no había llegado de Pisanello, sino de otro pueblo del interior, donde algunos<br />

años atrás Partanna había sido párroco.<br />

El mismo día de la llegada a la abadía de esta nueva educanda, Marco Mèola nos<br />

gritó solemnemente en la plaza a todos nosotros, compañeros de su fe liberal:<br />

—Señores, yo prometo y juro que los redentoristas no volverán a Montelusa.<br />

Y vimos, sorprendidos, inmediatamente después de aquel juramento solemne, como<br />

Marco Mèola cambiaba de <strong>vida</strong>; lo vimos entrar en la iglesia y participar en la misa cada<br />

domingo y en todas las fiestas del calendario eclesiástico; lo vimos pasear en compañía de<br />

curas y viejos intolerantes; lo vimos muy ocupado cada vez que se preparaban las visitas<br />

pastorales en la diócesis, que monseñor Partanna hacía con la máxima observancia de los<br />

tiempos establecidos por los cánones, no obstante el mal estado de las calles y la falta de<br />

medios de transporte y vehículos; y lo vimos ser parte, con el tío, del séquito de aquellas<br />

visitas.<br />

Sin embargo, yo no quise (yo solo) creer en una traición por parte de Mèola. ¿Cómo<br />

contestó él a nuestros reproches, a nuestras primeras quejas? Contestó enérgicamente:<br />

—¡Señores, déjenme hacer!<br />

Ustedes se encogieron de hombros, indignados; desconfiaron de él; creyeron y<br />

protestaron por el cambio de chaqueta. Yo seguí siendo amigo suyo y obtuve de él,<br />

durante aquel crepúsculo inol<strong>vida</strong>ble, cuando la tímida campanita argéntea sonó tres<br />

veces, aquella media confesión misteriosa.<br />

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