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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Scala, en secreto.<br />

Hubiera tenido que hacerle acuñar una medalla de oro a aquella mona, y en cambio,<br />

ingrato, la había hecho fusilar: así era, fu-si-lar, al día siguiente, a pesar de que el joven<br />

médico, llegado al campo con el pretor, había encontrado una graciosa explicación del<br />

delito inconsciente del animal. Tita, enferma de tisis, sentía quizás que le faltaba el aire,<br />

probablemente a causa de aquel pañuelo que el pobre don Filippino le había atado al<br />

cuello, quizás demasiado apretado, o porque ella misma habría intentado quitárselo. Pues<br />

bien: tal vez había saltado sobre la cama para indicarle al dueño dónde se ahogaba, allí, en<br />

el cuello, y se lo había agarrado con las manos; luego, por la opresión, sin poder inhalar,<br />

exasperada, tal vez había hundido las uñas, allí, en la garganta del dueño. ¡Así era! Era un<br />

animal, en fin. ¿Qué entendía?<br />

Y el pretor, muy serio, enfurruñado, con el cabezón calvo, rojo, sudado, había hecho<br />

repetidas señas de aprobación por la rara perspicacia del joven médico. ¡Qué bonito!<br />

Basta. Tras sepultar al primo y fusilar a la mona, Saro Trigona se puso a la<br />

disposición de Mattia Scala.<br />

—Querido don Mattia, hablemos.<br />

Había poco de que hablar. Scala, con su tendencia al arrebato, le expuso brevemente<br />

su acuerdo con Lo Cícero y cómo, mientras esperaba día tras día que aquel animal<br />

maldito muriera para tomar posesión, había gastado en la finca, en varias estaciones, con<br />

el consenso del propio Lo Cícero (que quede claro), muchos millares de liras, que debían<br />

sustraerse de la suma acordada. ¿Estaba claro, verdad?<br />

—¡Clarísimo! —le contestó Trigona, que había escuchado con mucha atención el<br />

relato de Scala, asintiendo con la cabeza, muy serio, como el pretor—. ¡Clarísimo! Y yo,<br />

por mi cuenta, querido don Mattia, estoy dispuesto a respetar el acuerdo. Soy corredor y<br />

usted lo sabe: ¡estos son malos tiempos! Para colocar un lote de azufre se necesita la<br />

mano de Dios: la mediación se va en marcos y en telegramas. Esto para decirle que yo,<br />

con mi profesión, no podría ocuparme del campo, realmente no sé qué hacer con él.<br />

Tengo además, como usted sabe, nueve hijos varones, que tienen que ir a la escuela: a<br />

cuál más bruto, pero van a la escuela. De manera que necesito quedarme en la ciudad por<br />

fuerza. Vamos a lo nuestro. Hay un problema, lo hay. ¡Eh, querido don Mattia,<br />

desgraciadamente! Un gran problema. Nueve hijos, decíamos, y usted no sabe, no puede<br />

imaginar cuánto me cuestan: solamente en zapatos… ¡Bueno, ya, es inútil que me ponga a<br />

hacerle las cuentas! Enloquecería. Para decirle, querido don Mattia…<br />

—No vuelva a llamarme, por caridad, «querido don Mattia» —prorrumpió Scala,<br />

irritado por aquel discurso interminable que no llegaba a nada—. Querido don Mattia…<br />

Querido don Mattia… ¡Basta! ¡Concluyamos! ¡Ya he perdido demasiado tiempo con la<br />

mona y con don Filippino!<br />

—Bien, —siguió Trigona, sin alterarse—. Quería decirle que siempre he tenido que<br />

recurrir a ciertos usureros, Dios nos libre, para… ¿Me explico? Y comprenderá: me<br />

tienen con la soga al cuello. Usted sabe quien se lleva la palma en nuestro país, en esta<br />

clase de operaciones…<br />

—¿Dima Chiarenza? —exclamó enseguida Scala, poniéndose de pie, palidísimo.<br />

Arrojó el sombrero al suelo, se pasó furiosamente una mano por el pelo y luego,<br />

quedándose con la mano detrás de la nuca, con los ojos desorbitados y apuntando con el<br />

dedo índice de la otra mano como un arma contra Trigona: —¿Usted? —dijo—. ¿Usted,<br />

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