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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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IV<br />

Pálido, aún un poco jadeante por todo el aire que se había apresurado a insuflar a sus<br />

pulmones cuando había vuelto en sí, Gabriele pidió a su esposa que saliera de la<br />

habitación.<br />

—Ya no me siento mal. Coge, coge la carroza y ve a pasear —dijo para tranquilizarla<br />

—. Quiero hablar con Lucio. Ve.<br />

Flavia, para que no sospechara la gravedad de la dolencia, fingió aceptar la<br />

invitación; le recomendó de todas formas que no hiciera ningún esfuerzo, se despidió del<br />

doctor y entró en casa.<br />

Gabriele se quedó un rato absorto, mirando la puerta por la cual ella había salido,<br />

luego se llevó una mano al pecho, sobre el corazón, con los ojos fijos y murmuró:<br />

—Aquí, ¿es cierto? Tú me has auscultado… Yo… ¡Qué gracia! Me parecía que aquel<br />

señor… ¿Cómo se llama?… <strong>La</strong>po, sí: aquel hombrecito con el ojo de cristal, me tuviera<br />

atado aquí y no podía liberarme; tú reías y decías: Insuficiencia… ¿verdad?…<br />

insuficiencia de las válvulas aórticas…<br />

Lucio Sarti, al oír proferidas por él aquellas palabras que le había dicho a Flavia, se<br />

quedó pasmado. Gabriele se movió, se volvió para mirarlo y sonrió:<br />

—Te he oído, ¿sabes?<br />

—¿Qué… qué has oído? —balbuceó Sarti, con una penosa sonrisa en los labios,<br />

dominándose con dificultad.<br />

—Lo que le has dicho a mi esposa —contestó, tranquilo, Gabriele, con la mirada<br />

ausente—. Veía… me parecía ver, como si tuviera los ojos abiertos… ¡sí! Dime, te ruego<br />

—añadió, moviéndose de nuevo—, sin irte por las ramas, sin mentiras piadosas: ¿cuánto<br />

me queda de <strong>vida</strong>? Cuanto menos, mejor.<br />

Sarti lo espiaba, oprimido por el estupor y por el espanto, turbado especialmente por<br />

aquella tranquilidad. Rebelándose con un esfuerzo supremo a la angustia que lo atontaba,<br />

se hizo el sorprendido:<br />

—Pero, ¿en qué estás pensando?<br />

—¡Una inspiración! —exclamó Gabriele con un relámpago en los ojos—. ¡Ah, por<br />

Dios!<br />

Y se puso de pie. Se fue a abrir la puerta que daba a la habitación del banco y llamó a<br />

Bertone.<br />

—Oye Carlo: si volviera aquel hombrecito que ha venido esta mañana, hazlo esperar.<br />

Más bien, mándalo a llamar, o mejor: ¡ve tú mismo! Enseguida, ¿de acuerdo, eh?<br />

Cerró de nuevo la puerta y, frotándose las manos alegremente, se giró para mirar a<br />

Sarti:<br />

—Tú me lo has enviado. Ah, lo agarro por su trémula cabellera y lo planto aquí, entre<br />

tú y yo. Dime, explícame enseguida cómo se hace. Quiero asegurarme. Tú eres el médico<br />

de la compañía, ¿verdad?<br />

Lucio Sarti, angustiado por la tremenda duda de que Orsani hubiera entendido todo lo<br />

que le había dicho a Flavia, se quedó aturdido frente a aquella súbita resolución; le<br />

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