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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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aquellas palabras.<br />

—¿Tres monjas?<br />

Negó con la cabeza y me hizo seña de esperar.<br />

—Escucha —añadió despacio—. Ahora, apenas las tres terminan de sonar, la última,<br />

la campanita más pequeña y más argéntea, batirá tres tañidos, tímidos. Ahí va… ¡escucha<br />

bien!<br />

De hecho, lejos, en el silencio del cielo, aquella tímida campanita argéntea repicó tres<br />

veces, din, din, din, y pareció que el sonido de aquellos tres cencerreos se desintegrara<br />

beato en la luminosidad áurea del crepúsculo.<br />

—¿Has entendido? —me preguntó Mèola—. Estos tres repiques le dicen a un feliz<br />

mortal: Yo pienso en ti.<br />

Volví a mirarlo. Había entornado los ojos para suspirar y había levantado el mentón.<br />

Bajo la espesa barba crespa se le entreveía un cuello de toro, blanco como el marfil.<br />

—¡Marco! —le grité, sacudiéndolo por un brazo.<br />

Entonces él prorrumpió en risas, luego, frunciendo el ceño, murmuró:<br />

—¡Me sacrifico, amigo mío, me sacrifico! Pero quédate seguro de que los<br />

redentoristas no volverán a Montelusa.<br />

No pude sonsacarle más información durante mucho tiempo.<br />

¿Qué relación podía haber entre aquellos repiques de campana, que decían Yo pienso<br />

en ti, y los redentoristas que no debían volver a Montelusa? ¿Y a qué sacrificio se había<br />

consagrado Mèola para que no volviesen?<br />

Sabía que Mèola tenía una tía en la abadía de Santa Ana, hermana de Sclepsis y de la<br />

madre; sabía que todas las monjas de las cinco abadías de Montelusa odiaban<br />

cordialmente ellas también a monseñor Partanna, porque apenas instalado como obispo,<br />

les había impuesto tres normas, a cuál más cruel:<br />

1ª que no prepararan ni vendieran jamás dulces o licores de rosas (¡aquellos ricos<br />

dulces de miel y de pasta real, enlazados y envueltos en papel de plata! ¡Aquellos licores<br />

de rosas tan buenos, que sabían a anís y a canela!);<br />

2ª que no bordaran jamás (ni decorados ni vestiduras sagradas), sino que se<br />

dedicaran solamente a coser;<br />

3ª que no tuvieran, finalmente, un confesor particular, sino que se sirvieran todas, sin<br />

distinciones, del Padre de la comunidad.<br />

¡Qué llantos, qué angustia desesperada en las cinco abadías de Montelusa,<br />

especialmente por esta última disposición! ¡Qué manejos para conseguir su revocación!<br />

Pero monseñor Partanna había sido firme. Quizás se había jurado a sí mismo que iba<br />

a hacer todo lo contrario de lo que había hecho su Excelentísimo predecesor.<br />

Comprensivo y cordial con las monjas, monseñor Vivaldi (¡Dios lo tenga en su gloria!),<br />

iba a visitarlas por lo menos una vez por semana y aceptaba con gusto sus atenciones,<br />

alabando su exquisitez, y se entretenía largo rato con ellas en conversaciones alegres y<br />

honestas.<br />

Monseñor Partanna, en cambio, no había ido más de una vez al mes a esta o aquella<br />

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