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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Cimetta cerró los ojos, abrió los brazos. Los ojos de Adriana se llenaron de lágrimas.<br />

En aquel momento la voz del enfermo llegó desde la otra habitación. Adriana se<br />

movió enseguida:<br />

—¡Permítanme!<br />

Tommaso le tendía los brazos desde la cama. Pero apenas le vio los ojos rojos de<br />

llanto, le cogió un brazo y, escondiendo el rostro, le dijo:<br />

—¿Todavía? ¿No me perdonas todavía?<br />

Adriana apretó los labios temblorosos, mientras nuevas lágrimas le brotaban de los<br />

ojos y al principio no encontró la voz para contestarle.<br />

—¿No? —insistió él, sin descubrir el rostro.<br />

—Yo, sí —contestó Adriana, angustiada, tímidamente.<br />

—¿Y entonces? —retomó Corsi, mirándola a los ojos lacrimosos.<br />

Le cogió el rostro entre las manos y añadió:<br />

—Lo entiendes, lo sientes, ¿verdad?, que tú nunca, nunca, en mi corazón, en mi<br />

pensamiento has faltado, tú, santa mía, amor, amor mío…<br />

Adriana le acarició levemente el pelo.<br />

—¡Ha sido una infamia! —retomó él—. Sí, está bien, está bien que te lo diga, para<br />

apartar cualquier nube entre nosotros. Una infamia sorprenderme en aquel momento<br />

vergonzoso, de ocio estúpido… ¡Tú lo entiendes, si me has perdonado! Ha sido un<br />

estúpido error, que aquel desgraciado ha querido hacer enorme, intentando matarme, ¿lo<br />

entiendes? Dos veces… Matarme a mí, justamente a mí, que tenía que defenderme a la<br />

fuerza… porque… ¡tú lo entiendes! No podía dejarme matar por aquella… ¿no es<br />

verdad?<br />

—Sí, sí —decía Adriana, llorando, para calmarlo, más con la expresión que con la<br />

voz.<br />

—¿No es cierto? —continuó él con fuerza—. No podía… ¡por vosotros! Se lo dije;<br />

pero él estaba como loco, de repente; me había saltado encima, con el arma en la mano…<br />

Y entonces yo, a la fuerza…<br />

—Sí, sí —repitió Adriana, tragándose las lágrimas—. Cálmate, sí… Estas cosas…<br />

Se interrumpió, viendo a su marido que se abandonaba agotado en las almohadas y<br />

llamó fuerte:<br />

—¡Doctor! Estas cosas —continuó levantándose, ya agachada sobre la cama, atenta<br />

— tú las dirás… las dirás ante los jueces y verás que…<br />

Tommaso Corsi se enderezó de pronto sobre un codo y miró fijamente al doctor y a<br />

Cimetta, que venían hacia él.<br />

—Pero yo —dijo—, ya… el proceso…<br />

El rostro se le tornó morado. Se dejó caer sobre la cama, agotado.<br />

—Formalidad… —se dejó escapar Vocalòpulo de los labios, acercándose más a la<br />

cama.<br />

—¿Y qué otro castigo —dijo Corsi, casi a sí mismo, mirando al techo con los ojos<br />

abiertos—, qué otro castigo mayor del que me he dado yo, con mis manos?<br />

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