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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Morasco se quedó un momento mortificado y perplejo. ¿Acaso le había dicho algo a<br />

aquella pobre señora? ¡Oh, Dios! No tenía la mínima intención de ofenderla. Hablaba<br />

para sus adentros —hablaba de su esposa…— ¡también era una pobre mujer!<br />

Se reanimó. ¿Pero, qué pobre mujer? Su esposa era rica, ahora, sus cuatro hijos eran<br />

ricos. Su suegro había muerto, por fin. Y así, después de veinte años de cárcel, había<br />

pagado su pena.<br />

Veinte años atrás, cuando tenía veinticinco, había secuestrado a la hija de un usurero.<br />

¡Pobrecita, qué lástima! Tan tímida, tan pálida y con el hombro derecho un poquito más<br />

alto que el otro. Pero él tenía que pensar en el arte; no en las mujeres. Nunca había podido<br />

soportar a las mujeres. Para lo que podía necesitar de una mujer, aquella pobrecita —<br />

incluso aquella pobrecita—, podía bastar. De vez en cuando, con los ojos cerrados… y<br />

adiós.<br />

Pero la dote que esperaba no había llegado. Aquel usurero del suegro, después del<br />

rapto, no se había dado por vencido y, entonces, todos habían esperado de él que, una vez<br />

fallido el golpe, abandonara a aquella desgraciada a la ira del padre y a la deshonra.<br />

¡Bufones! Como en un libreto de ópera. ¿Él? En cambio se había sometido a ese estado,<br />

¡para no darle satisfacción a la gente ni a aquel infame usurero!<br />

Nunca había dirigido una palabra áspera a aquella pobrecita, y para que no le faltara<br />

el pan —antes a ella y luego a los cuatro hijos que habían nacido—: ¡le había dicho adiós<br />

a los sueños! ¡Adiós al arte! ¡Adiós a todo!<br />

Había clientes tontos para todos los vendedores de cuadros de género: caballeros<br />

emplumados y vestidos de seda que luchan en una cantina; cardenales lujosamente<br />

vestidos que juegan al ajedrez en un claustro; habitantes de Ciociarìa que se besan en<br />

Piazza di Spagna; vaqueros a caballo detrás de una empalizada; templos de Vesta con<br />

atardeceres al rojo de huevo; ruinas de acueductos en salsa de tomate; luego, las peores<br />

noticias de crónica para las páginas en colores de los diarios ilustrados: toros en fuga y<br />

caídas de campanarios, aduaneros y contrabandistas en lucha, salvamentos heroicos y<br />

boxeo en la Cámara de los Diputados…<br />

¡Ahora su mujer y sus hijos escupían sobre estas bonitas fatigas suyas, de donde les<br />

había llegado durante tantos años un pan tan escaso! Esto también le tocaba, encima: la<br />

conmiseración irrisoria de los seres por los cuales se había sacrificado, torturado,<br />

destruido. Ahora que se habían convertido en ricos, ¿qué respeto, qué consideración<br />

podían tener por uno que se había afanado en crear muñecos indecentes y caricaturas para<br />

dejarlos durante tantos años casi muertos de hambre?<br />

Ah, pero, por Dios, quería conservar el orgullo de escupir él también, ahora, a su vez,<br />

sobre aquella riqueza, y de sentir asco por ella; ahora que ya no podía servirle para<br />

concretar el sueño que un tiempo atrás se la había hecho desear. ¡Él también era rico, rico<br />

de alma y de sueños!<br />

¡Qué broma, la herencia de su suegro, todo aquel dinero, ahora que el sentimiento de<br />

la <strong>vida</strong> se le había incrustado en aquella realidad híspida y escuálida, como en un terreno<br />

de brozas, lleno de cardos espinosos y piedras puntiagudas, nido de serpientes y búhos!<br />

¡Ahora sobre este terreno caía lluvia de oro! ¡Qué consuelo! ¿Y quién le daría la fuerza<br />

para arrancar aquellos cardos, sacar todas aquellas piedras, aplastar la cabeza de todas las<br />

serpientes y cazar aquellos búhos? ¿Quién le daría la fuerza para cultivar aquellas tierras<br />

y trabajarlas de nuevo, para que florecieran las flores antaño soñadas? Ay… ¿qué flores?<br />

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