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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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en su cuerpo hubiera alcanzado un nuevo hervor; hizo un guiño como antes, mirándonos a<br />

los ojos; luego se dirigió al joven; estaba a punto de hablar cuando se levantó de repente<br />

y:<br />

—¿Quiere mi sitio? —le preguntó—. ¡Aquí está, quédeselo! ¡Siéntese!<br />

—No… ¿Por qué? —dijo aquel joven, más aturdido que antes.<br />

—Porque muchas veces, ¿sabe?, uno habla y el otro lo contradice, no porque no esté<br />

convencido de la razón de su interlocutor, sino porque el primero está sentado en un<br />

rincón. Usted me mira desde hace un buen rato; me he dado cuenta de ello; me mira y me<br />

envidia porque estoy aquí, más cómodo, con la ventanilla al lado y apoyado en el brazo<br />

sucio de este asiento. ¡Vamos! Diga la verdad… Todos, especialmente en un viaje largo,<br />

envidian a los cuatro afortunados que están en los rincones. Vamos, siéntese y deje de<br />

contradecirme.<br />

El joven se rio, como todos nosotros, por esta provocación inesperada y, como aquel<br />

seguía insistiendo de pie, le dio las gracias y le dijo que se quedara cómodo en su sitio<br />

porque no lo contradecía por eso, sino porque no le parecía adecuado que llamara<br />

«desgraciado» a quien había llevado a cabo una acción heroica.<br />

—No, ¿eh? —continuó entonces aquel—. ¡Y oiga esta! Por favor, escuchen ustedes<br />

también, señores. Narro el caso de una pobre mujer, una conocida mía, esposa de un<br />

conductor de trenes. El marido viajaba. Ella sola, enferma desde hace muchos años, casi<br />

tísica, tuvo el valor y la fuerza de salvar a sus cuatro hijos de una manera… imagínense:<br />

bajando y volviendo a subir cuatro veces, y digo: cuatro veces, cada vez con un niño<br />

cargado en las espaldas, por un tubo de cisterna, del tercer piso hasta la calle. ¡Una gata<br />

no hubiera sido capaz de hacerlo! Sublime, ¿verdad? Ahora yo también digo que es<br />

sublime y a ustedes les complace. ¿Pero qué sublime, señores? ¡Es una desgraciada! ¡Una<br />

desgraciada! ¿Saben qué le pasó? Así, digamos, adornada de heroísmo, tan radiante de<br />

sublimidad, naturalmente le pareció otra a su marido, conmovido y admirado hasta el<br />

delirio, al mismo marido que desde hacía varios años, por una prohibición de los médicos,<br />

no la consideraba esposa y por eso la trataba como a una perra, con correazos e insultos:<br />

le pareció guapa, ¿entienden? Irresistiblemente deseable. ¡Señores, aquella pobrecita<br />

murió tres meses después por un aborto, consecuencia natural de su heroísmo sublime!<br />

Todos mis compañeros de viaje se opusieron, rebelándose, a esta conclusión<br />

inesperada y grotesca.<br />

¿Qué? ¡Vamos! ¿Por qué la desgracia de aquella pobrecita tenía que depender del<br />

heroísmo y no de la enfermedad que sufría desde antes? Si no hubiera estado enferma,<br />

pareciéndole igualmente guapa y deseable a su marido por su reciente heroísmo, no<br />

moriría y daría a luz a un hijo, pacíficamente.<br />

Sin ceder de ninguna manera por aquella enérgica y unánime oposición, el señor<br />

barbudo se rio varias veces y, dejando de lado que incluso el nacimiento de un quinto hijo<br />

en aquellas condiciones deliciosas sería, según él, una gran desgracia por sí misma, nos<br />

preguntó si este hijo no habría sido de todas formas fruto y consecuencia del heroísmo.<br />

Eh, vamos, al menos esto era innegable.<br />

¿Ah, sí? ¿Era innegable? Entonces si el hijo había sido fruto y consecuencia del<br />

heroísmo, también lo había sido la muerte de ella.<br />

Sí, señores. Porque había que considerar a la mujer como era, con su enfermedad; no<br />

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