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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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AMIGUÍSIMOS<br />

Aquella mañana, con capa y esclavina (¡eh, con la tramontana, después de los<br />

cuarenta, no se bromea!), el pañuelo de cuello subido con cuidado hasta cubrir la boca, un<br />

par de gruesos guantes ingleses en las manos, Gigi Mear, rollizo y rubicundo, esperaba en<br />

el Lungotevere dei Mellini el tranvía para Porta Pia, que lo dejaría, como todos los días,<br />

en Via Pastrengo, delante de la Corte de Cuentas, donde trabajaba como empleado.<br />

Conde de nacimiento, pero desgraciadamente sin condado ni dinero contante y<br />

sonante, Gigi Mear le había manifestado a su padre, en la beata inconsciencia de la<br />

infancia, el noble propósito de entrar en aquella oficina del Estado, creyendo<br />

ingenuamente, en aquel entonces, que era una Corte donde cada conde tenía derecho a<br />

entrar.<br />

Es sabido que los tranvías no pasan nunca cuando se los espera. Más bien paran a la<br />

mitad del camino por un fallo eléctrico, o prefieren atropellar una carroza o tal vez<br />

aplastar a un pobre hombre. Pese a todo eso, no se puede decir que no sean una gran<br />

comodidad.<br />

Aquella mañana soplaba la tramontana, helada, cortante, y Gigi Mear caminaba<br />

mirando el agua revuelta del río, que parecía sentir él también un gran frío, pobrecito, allí,<br />

como en camisa, entre aquellos diques rígidos y desvaídos del nuevo encauzamiento.<br />

Cuando Dios quiso, dindín, dindín: llegó el tranvía. Y Gigi Mear se disponía a subir<br />

antes de que el vehículo parara del todo, cuando, desde el nuevo Ponte Cavour, oyó que<br />

lo llamaban a gritos:<br />

—¡Gigin! ¡Gigin!<br />

Y vio a un señor que corría hacia él, gesticulando como un palo de telégrafo. El<br />

tranvía se fue. En cambio, Gigi Mear tuvo el consuelo de encontrarse en los brazos de un<br />

desconocido, amigo íntimo suyo, a juzgar por la violencia con la cual se sentía besado<br />

sobre el pañuelo de seda que le cubría la boca.<br />

—¡Te he reconocido enseguida, sabes, Gigin! ¡Enseguida! Pero, ¿qué veo? ¿Ya<br />

venerable? ¡Je, je, todo blanco! ¿Y no te avergüenzas? ¿Me permites? Otro beso, Gigione<br />

mío. ¡Por tu santa canicie! Estabas aquí parado, me parecía que estabas esperándome.<br />

¡Cuando te he visto levantar los brazos para subirte al demonio aquel, me ha parecido una<br />

traición! ¡Una traición me ha parecido!<br />

—¡Ya! —dijo Mear, esforzándose por sonreír—. Iba a la oficina.<br />

—¡Me harás el favor de no hablar de vulgaridades en este momento!<br />

—¿Cómo?<br />

—¡Así! Te lo mando yo.<br />

—¡Siempre hay que pedir por favor! ¿Sabes que eres un tipo interesante?<br />

—Sí, lo sé. Pero tú no me esperabas, ¿no es verdad? Eh, lo puedo ver en tu expresión,<br />

no me esperabas.<br />

—No… para serte sincero…<br />

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