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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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EN LA MARCA<br />

Cuando supo que los estudiantes de Medicina volverían al hospital por la mañana,<br />

Raffaella Òsimo le rogó a la jefe de sala que la llevara al consultorio del médico que<br />

dirigía la sección, donde se impartían las lecciones de Semiótica.<br />

<strong>La</strong> jefe de sala la miró mal:<br />

—¿Quieres que te vean los estudiantes?<br />

—Sí, por favor, seleccióneme.<br />

—¿Sabes que pareces un lagarto?<br />

—Lo sé. ¡No me importa! Seleccióneme.<br />

—Mira tú qué cara dura. ¿Y qué te imaginas que te harán allí dentro?<br />

—Lo que le han hecho a Nannina —contestó Òsimo—. ¿No?<br />

Nannina, su vecina de cama, que había salido del hospital el día anterior, le había<br />

enseñado, apenas había vuelto al pasillo después de la clase en la sala del fondo, el cuerpo<br />

todo marcado como un mapa geográfico; los pulmones, el corazón, el hígado, el bazo,<br />

marcados con el lápiz dermográfico.<br />

—¿Y quieres ir? —concluyó aquella—. Por mí, lo hago. Pero, cuidado, la marca no<br />

te la quitas durante muchos días, ni con jabón.<br />

Òsimo levantó los hombros y dijo sonriendo:<br />

—Usted lléveme y no se preocupe.<br />

Le había vuelto un poco de color al rostro, pero estaba todavía tan delgada, solo ojos<br />

y pelo. Los ojos, negros, bellísimos, le brillaban de nuevo, agudos. Y en aquella cama su<br />

cuerpo de mujer joven, minúsculo, ni se distinguía entre los pliegues de las mantas.<br />

Raffaella Òsimo, para aquella jefe de sala, como para todas las monjas enfermeras,<br />

era una vieja conocida.<br />

Ya otras dos veces había estado allí, en el hospital. <strong>La</strong> primera vez por… ¡Eh,<br />

benditas chicas! Se dejan camelar, ¿y luego quién paga las consecuencias? Una pobre<br />

criaturita inocente, que se va a una casa de expósitos.<br />

Òsimo, en realidad, había pagado su error amargamente; casi dos meses después del<br />

parto, había vuelto al hospital más del otro lado que de este, con tres pastillas de<br />

sublimado corrosivo en el cuerpo. Ahora llevaba un mes allí por la anemia. Gracias a las<br />

inyecciones de hierro se había recuperado y en pocos días saldría del hospital.<br />

En aquel pasillo la querían y sentían piedad y sufrimiento por ella, por la tímida y<br />

sonriente gracia de su tan desconsolada bondad. <strong>La</strong> desesperación no se manifestaba en<br />

ella ni con modales toscos ni con lágrimas.<br />

Había dicho sonriendo, la primera vez, que no le quedaba nada más que morir. Pero,<br />

víctima como era de una suerte común a demasiadas chicas, no había despertado ni una<br />

piedad particular ni un temor particular por aquella oscura amenaza. Se sabe que todas las<br />

seducidas y las traicionadas amenazan con el suicidio: no hay que creerse todo lo que<br />

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