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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Quizás antes eran ideas. Ahora son mi sentimiento, casi una necesidad, hijo mío, como<br />

este vino: una necesidad.<br />

—¡Y yo le demuestro que es estúpido! —insistía el otro—. Y le quito el vino y hago<br />

que cambien sus sentimientos…<br />

—Me haces daño…<br />

—¡Le hago bien! Escúcheme. Usted dice: miro las estrellas, ¿no es cierto? No, usted<br />

dice: Contemplo las estrellas… es más bonito, sí, contemplo las estrellas, ¡y enseguida<br />

siento nuestra infinita, enferma pequeñez que se hunde! ¿Oye cómo aún habla usted bien,<br />

profesor? Y recuerdo que siempre ha hablado tan bien, como cuando nos daba clase.<br />

¡Hundirse está muy bien dicho! ¿En qué se convierten la Tierra, pregunta usted, el<br />

hombre, todas nuestras glorias, todas nuestras grandezas? ¿No es verdad? ¿No habla usted<br />

así?<br />

El profesor Sabato asintió varias veces con aquella cabeza rapada. Tenía una mano<br />

abandonada, como muerta, en el banco, y con la otra, debajo de la camisa, se arrancaba<br />

los pelos del pecho de oso.<br />

<strong>La</strong>mella continuó con furia:<br />

—¿Y esto le parece serio, egregio profesor? ¡Perdóneme! Si el hombre puede<br />

concebir y entender así su infinita pequeñez, ¿qué quiere decir? ¡Quiere decir que<br />

entiende y concibe la infinita grandeza del universo! Y entonces, ¿cómo puede llamarse<br />

pequeño el hombre?<br />

—Pequeño… pequeño… —decía el profesor Sabato, como desde una lejanía infinita.<br />

Y <strong>La</strong>mella, cada vez más enfurecido:<br />

—¡Bromea usted! ¿Pequeño? Dentro de mí tiene que haber por fuerza, ¿lo entiende?,<br />

algo de este infinito, si no, no lo entendería, como no lo entiende… ¿qué sé yo?, este<br />

zapato, por ejemplo, o mi sombrero. Algo que, si yo clavo… así… los ojos en las<br />

estrellas, se abre, egregio profesor, se abre y se vuelve, como si nada, una zona del<br />

espacio, en la cual ruedan mundos, digo mundos cuya formidable grandeza siento y<br />

comprendo. ¿Pero de quién es esa grandeza? ¡Es mía, querido profesor! ¡Porque el<br />

sentimiento es mío! ¿Cómo puede decir entonces que el hombre es pequeño, si alberga<br />

tanta grandeza en sí?<br />

Un imprevisto y curioso chillido (zrí) hirió el silencio, que había seguido inmenso a<br />

la última pregunta de <strong>La</strong>mella. Este se giró de repente:<br />

—¿Cómo? ¿Qué dice?<br />

Pero vio al profesor Sabato inmóvil, como muerto, con la frente apoyada en la<br />

esquina de la mesa.<br />

Quizás había sido el chillido de un murciélago.<br />

En aquella postura, varias veces, el profesor Carmelo Sabato, escuchando las palabras<br />

de <strong>La</strong>mella, había gemido:<br />

—Me hundes… Me hundes…<br />

Pero de repente se le ocurrió una idea, levantó la cabeza, irascible, y le gritó al<br />

antiguo alumno:<br />

—Ah, ¿así razonas? Eso, antes que nadie, lo dijo Pascal. ¡Sigue! ¡Sigue, por Dios!<br />

Ahora dime qué significa. ¡Significa que la grandeza del hombre, si es el caso, existe solo<br />

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