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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Una, la joven, quizás sufría por el viaje; es posible que estuviera enferma: tenía los<br />

ojos cerrados, la cabeza rubia abandonada en el respaldo, y estaba muy pálida. <strong>La</strong> otra,<br />

mayor, con el torso recto, macizo y la piel morena, parecía sufrir la pesadilla de su<br />

híspido sombrero con el ala rectas, estirada: parecía que lo tuviera en vilo como por<br />

castigo, en los pocos pelos grises, encerrados y amasados en una red negra.<br />

Así, inmóvil, no paraba ni un momento de mirar a la joven, que tenía que ser su<br />

señora.<br />

En un determinado momento vi brotar dos gruesas lágrimas de los ojos cerrados de la<br />

joven, y enseguida miré el rostro de la vieja, que apretó los labios arrugados y contrajo los<br />

ángulos hacia abajo, evidentemente para frenar un arranque de emoción, mientras los<br />

ojos, parpadeando varias veces seguidas, frenaban las lágrimas.<br />

¿Qué drama ignoto se ocultaba en aquellas dos mujeres vestidas de negro, de viaje,<br />

lejos de su país? ¿Por quién o por qué lloraba aquella joven señora, tan pálida y tan<br />

hundida en su duelo?<br />

<strong>La</strong> vieja corpulenta, llena de fuerza, parecía sufrir al mirarla, por la impotencia de no<br />

poder ayudarla. Pero en sus ojos no se veía aquella desesperada aceptación del dolor, que<br />

se suele tener por una muerte, sino una dureza de rabia feroz, tal vez contra alguien que<br />

hacía sufrir así a aquella adorable criatura.<br />

No sé cuántas veces suspiré, fantaseando sobre aquellas dos extranjeras; sé que, de<br />

vez en cuando, a cada suspiro, me movía para mirar a mi alrededor.<br />

El sol ya se había puesto. Afuera permanecía aún un último y sombrío centelleo de<br />

crepúsculo: una hora angustiosa para quien viaja.<br />

Los dos niños se habían dormido; la madre se había bajado el velo sobre el rostro y<br />

quizás ella también dormía, con el libro sobre los muslos. Solamente el bebé no conseguía<br />

dormirse: aunque sin dar vagidos, se agitaba inquieto, se frotaba el rostro con los<br />

diminutos puños, entre los resoplidos de la nodriza, que le repetía en voz baja:<br />

—Duerme, niña linda; duerme, preciosa…<br />

Y entonaba un motivo de nana paisana:<br />

—¡Aoo! ¡Aoo!<br />

De pronto, en la sombra oscura de la noche inminente, de los labios de aquella ruda<br />

campesina se fue extendiendo, a media voz, con una sua<strong>vida</strong>d inverosímil, con el encanto<br />

de una amargura inefable, la nana triste:<br />

Velo, velo por ti, duerme querida;<br />

quien te ama más que yo, hija, te engaña.<br />

No sé por qué, mirando a la joven extranjera, abandonada en aquel rincón del coche,<br />

sentí que un angustioso nudo de llanto me apretaba la garganta. Ella, ante el canto<br />

dulcísimo, había abierto los hermosos ojos celestes y los tenía perdidos en la sombra.<br />

¿Qué pensaba? ¿Qué añoraba?<br />

Lo entendí poco después, cuando oí a la vieja atenta que le preguntaba, despacio, con<br />

la voz oprimida por la emoción:<br />

—Willst Du deine Amme nah?<br />

«¿Quieres a tu nodriza a tu lado?» Y se levantó; fue a sentarse a su lado y posó sobre<br />

su árido seno la cabeza rubia de ella, que lloraba en silencio, mientras la otra nodriza, en<br />

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