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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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¿Pero, por qué? ¿Qué quería hacer, en fin? Nada… Caminar, caminar mientras<br />

hubiera luz.<br />

El cauce terminaba después del puente Flaminio; pero la calle continuaba amplia, alta<br />

sobre el río, en pendiente sobre las orillas naturales, con una larga empalizada como<br />

baranda. En cierto punto, Bernardo Morasco divisó un pequeño sendero, que bajaba desde<br />

la densa hierba de la escarpada hasta la orilla; pasó por debajo de la empalizada y llegó a<br />

la orilla, bastante amplia y cubierta de hierba espesa. Se tumbó allí.<br />

<strong>La</strong>s últimas llamas del crepúsculo se trasparentaban entre los cipreses de Monte<br />

Mario, casi enfrente, y otorgaban a las cosas —que en la sombra menguante retenían cada<br />

vez nuevos colores— un esmalte muy suave que se iba oscureciendo poco a poco, y<br />

donaban unos reflejos de madreperla a las tranquilas aguas del río.<br />

Cerca de allí, el silencio profundo, casi atónito, estaba no roto sino, por decirlo así,<br />

animado por un cierto batacazo insistente, seguido en cada ocasión por un vivo goteo.<br />

Curioso, Bernardo Morasco se sentó para observar de qué se trataba y vio que desde<br />

la orilla se alargaba en el río como la punta de una barcaza negra, que terminaba en una<br />

tabla sólida, que sostenía dos nasas de hierro que giraban por la fuerza del agua. Apenas<br />

una nasa se metía en el agua, la otra salía de la parte opuesta, goteando.<br />

Nunca había visto aquella herramienta de pescar; no sabía qué era ni qué significaba<br />

y se quedó mirándola largamente, sorprendido y con el ceño fruncido, casi atrapado por<br />

un sentido de misterio por el lento movimiento insistente de aquellas dos nasas, que<br />

entraban en el agua una después de la otra, para coger nada más que agua.<br />

<strong>La</strong> inutilidad de los giros monótonos de un instrumento tan grueso y oscuro le<br />

provocó una tristeza infinita.<br />

Volvió a tumbarse en la hierba. Le pareció que todo era vano en la <strong>vida</strong>, como el<br />

movimiento de aquellas dos nasas en el agua. Miró el cielo, donde ya habían aparecido<br />

las primeras estrellas, aún pálidas por la inminente alba lunar.<br />

Se anunciaba una noche de mayo deliciosa, y la melancolía de Bernardo Morasco se<br />

volvía cada vez más negra y más amarga. Ah, ¿quién le quitaría de los hombros los veinte<br />

años de cárcel, para que disfrutara de aquella delicia? Aunque consiguiera renovar su<br />

alma, eliminando todos los recuerdos que le amargarían siempre el escaso placer de vivir,<br />

¿cómo podría renovar su cuerpo ya consumido? ¡<strong>La</strong> <strong>vida</strong>, que podía, sí, podía ser tan<br />

hermosa, había transcurrido para él sin amor, sin otro bien! Y en breve acabaría… Y no<br />

quedaría ningún rastro de él, que antaño había soñado con llevar dentro de sí el poder de<br />

otorgar una nueva expresión, una expresión personal a las cosas… ¡Ah, vanidad! Aquella<br />

nasa que el río del tiempo hacía girar, entraba en el agua para coger nada más que agua…<br />

De repente se levantó. En cuanto se puso de pie, le pareció extraño haberse levantado.<br />

Advirtió que no se había levantado por sí solo, sino que un empuje interior que no le<br />

pertenecía lo había impulsado; tal vez llegaba de aquel pensamiento guardado como en<br />

emboscada dentro de él, desde hacía tantos años.<br />

¿Entonces, había llegado el momento?<br />

Miró a su alrededor. No había nadie. Solo el silencio que, formidablemente<br />

suspendido, esperaba el crujido de la hierba al primer paso de él hacia el río, y todas<br />

aquellas briznas de hierba se quedarían allí, idénticas, bajo la claridad húmeda y blanda<br />

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