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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Es más: era ridiculizada por todos. Sufría en aquella ternura suya; sentía que el corazón se<br />

le deshacía en el pecho, estremecido por la angustia, torturado por la pena.<br />

¡Tenía conciencia de no haber cometido nunca la más mínima injusticia contra<br />

aquella infame mujer que así lo había tratado!<br />

¿Qué podía hacer si alrededor de su corazón tierno y simple, de niño, había crecido<br />

aquel cuerpo de cerdo? ¡Había nacido para su casa, para adorar a una sola mujer durante<br />

toda su <strong>vida</strong>, que le quisiera (¡no mucho!) y para retribuirle ese poco de amor!<br />

Con los ojos brillantes por las lágrimas retenidas con dificultad, ahora se quedaba<br />

mirando a todas las parejas de novios, que le parecían quererse mucho y llevarse muy<br />

bien. Se pondría de rodillas frente a cada esposa honesta y sabia, que era la alegría y la<br />

bendición de una casa, que amaba tiernamente a su marido y cuidaba de sus hijos.<br />

¡A él, justamente a él tenía que haberle tocado una mujer como la suya! ¡Quién sabe<br />

cuántas mujeres buenas había entre las que pasaban por la calle, cuántas lograrían su<br />

felicidad, porque no pedía mucho: solamente un poco de amor!<br />

Lo mendigaba con aquellos ojos que parecían torvos a todas las mujeres que veía<br />

pasar; pero no para recibirlo de ellas: lo quería de una sola, de la suya, porque solamente<br />

ella podría donárselo honestamente, ligados como estaban por el sagrado vínculo del<br />

matrimonio y por aquel pobre hijo.<br />

Aquella noche la <strong>vida</strong> bullía con más intensidad a la sombra de los grandes árboles de<br />

la calle.<br />

Los dos amigos, Spina y Romelli, tardaban en llegar.<br />

El aire, saturado por todas las fragancias de las villas cercanas, parecía resplandecer<br />

por un fulgor de oro y todos los rostros de las mujeres, encendidos por reflejos purpúreos,<br />

sonreían bajo los atrevidos sombreros. Con aquella sonrisa ofrecían su cuerpo, dibujado<br />

por los vestidos ceñidos, a la admiración y al deseo de los hombres.<br />

<strong>La</strong>s rosas de una floristería cercana, a la espalda de Groa, exhalaban un perfume tan<br />

voluptuoso que el pobre hombre se sentía aturdido y ebrio: ante sus ojos todo aquel<br />

bullicio de <strong>vida</strong> asumía contornos vaporosos de ensueño, y le provocaba dudas sobre la<br />

irrealidad de lo que veía, con los ruidos que se le atenuaban en los oídos, como si llegaran<br />

de lejos y no fueran parte de aquel sueño maravilloso.<br />

Finalmente llegaron los otros dos. Discutían animadamente entre ellos. El pequeño<br />

Romelli, vestido de negro, estaba nervioso, convulso; era sacudido de pronto por una<br />

suerte de descarga eléctrica, y Spina, acalorado, intentaba calmarlo, convencerlo.<br />

—¡Sí, dos hermanas, dos hermanas! ¡Déjeme a mí! Aún es pronto. Ahora<br />

sentémonos.<br />

Groa indicó con la mirada a los otros dos que no hablaran de esas cosas frente a su<br />

hijo; luego, entendiendo que ellos, tan exaltados como estaban, no podrían evitarlo, se<br />

giró hacia Torellino y lo invitó a dar un paseo por la Villa Borghese.<br />

El chico se levantó, desganado, resoplando. Después de unos pocos pasos, se giró y<br />

vio que los tres, con las cabezas pegadas, conspiraban misteriosamente alrededor de la<br />

mesa; pero el padre movía la cabeza, decía que no, que no.<br />

Spina, sin duda, los estaba tentando.<br />

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