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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—¡No es por nada! Por si de repente lo vieras o recibieras noticias.<br />

Muchas cartas de aquellas le habían sido devueltas por los emigrantes repatriados<br />

después de cuatro o cinco años, arrugadas, amarillentas, ya casi ilegibles. Nadie había<br />

visto a Neli ni había conseguido noticias suyas, ni en Argentina ni en Brasil ni en los<br />

Estados Unidos.<br />

Don Mattia escuchaba; luego se encogía de hombros:<br />

—¿Y qué me importa? Dame, dame. Ni me acordaba de haberte dado esta carta para<br />

él.<br />

No quería mostrar ante extraños la miseria de su corazón, el engaño en el cual sentía<br />

la necesidad de perseverar: es decir, que su hijo estuviera en América, en algún lugar<br />

remoto y que tenía que volver, un día u otro, sabiendo que él se había adaptado a su nueva<br />

condición y que poseía un campo, donde vivía tranquilo, esperándolo.<br />

Aquella tierra, en realidad, era poca, pero desde hacía años en don Mattia anidaba, a<br />

escondidas de Butera, el deseo de agrandarla, adquiriendo la de un vecino suyo con el<br />

cual ya había acordado hasta el precio. ¡Cuántos sacrificios, cuántas privaciones se había<br />

impuesto, para ahorrar lo que necesitaba para cumplir aquel deseo! Sí, la tierra era poca,<br />

pero hacía mucho que él, asomándose al balcón de la granja, se había acostumbrado a<br />

saltar con los ojos el muro entre su finca y la del vecino y a considerar como suya toda<br />

aquella superficie. Una vez reunida la suma acordada, esperaba solamente a que el vecino<br />

se decidiera a firmar el contrato e irse.<br />

Scala no veía la hora de que eso ocurriera, pero por desgracia, ¡le había tocado tener<br />

que tratar con un hombre bendito! Entendámonos, don Filippino Lo Cícero era bueno,<br />

tranquilo, amable, dócil, pero sin duda un poco despistado. Leía todo el tiempo ciertos<br />

libracos latinos y vivía solo en el campo con una mona que le habían regalado.<br />

<strong>La</strong> mona se llamaba Tita, era vieja y además tísica. Don Filippino la cuidaba como a<br />

una hija, la acariciaba, se sometía sin rebelarse nunca a todos sus caprichos; le hablaba<br />

todo el día, convencidísimo de ser entendido. Y cuando ella, triste por la enfermedad,<br />

trepaba al dosel del lecho, que era su lugar preferido, él, sentado en el sillón, le leía algún<br />

pasaje de las Geórgicas o de las Bucólicas:<br />

—Tityre, tu patulae…<br />

Pero aquella lectura era de vez en cuando interrumpida por unos curiosísimos<br />

sobresaltos de admiración: por una frase, una expresión, a veces hasta por una sencilla<br />

palabra, de la cual don Filippino comprendía la propiedad exquisita o gustaba de su<br />

dulzura, se ponía el libro sobre las piernas, entornaba los ojos y decía rápidamente:<br />

¡Bello! ¡Bello! ¡Bello! ¡Bello! ¡Bello! —abandonándose poco a poco en el respaldo,<br />

como si se desmayara por el placer. Entonces Tita bajaba del dosel y se ponía en su<br />

pecho, angustiada, consternada; don Filippino la abrazaba y le decía, en el colmo de la<br />

alegría:<br />

—Escucha, Tita, escucha… ¡Bello! ¡Bello! ¡Bello! ¡Bello! Bello…<br />

Ahora bien, don Mattia Scala quería el campo; tenía prisa, empezaba a cansarse y<br />

tenía razón: la suma acordada estaba lista, y que conste que a don Filippino aquel dinero<br />

le hubiera venido muy bien; pero, Dios bendito, ¿cómo disfrutaría en la ciudad de la<br />

poesía pastoral y campestre de su divino Virgilio?<br />

—¡Ten paciencia, querido don Mattia!<br />

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