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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Unos pocos días atrás, aquel gato había conseguido que la jaula del jilguero, que su<br />

madre cuidaba amorosamente, se cayera de la pared de la salita. Con ferocidad paciente y<br />

laboriosa, metiendo las garras entre las barras, lo había sacado y se lo había comido. <strong>La</strong><br />

madre aún no lo había aceptado. Él también pensaba en el tormento de aquel jilguero,<br />

pero el gato era completamente inconsciente del mal que había hecho. Si lo echaba de la<br />

mesa con descortesía, no entendería el porqué.<br />

Y ahí había dos evidencias en contra de él, aquella noche. Dos evidencias más. Y la<br />

segunda se le aparecía de repente, con aquel gato, como de repente le había llegado la<br />

otra, con aquel suicidio desde el puente. Primera evidencia: que no podía actuar como<br />

aquel gato que, tras hacer estragos, un momento después, ya no pensaba en ello; segunda<br />

evidencia: que los hombres, ante la presencia de un hecho, no se podían quedar<br />

impasibles como las cosas, por mucho que, como él, se esforzasen no solamente en no<br />

participar, sino también en permanecer ausentes.<br />

<strong>La</strong> condena del recuerdo en sí mismo y el no poder esperar a que los otros ol<strong>vida</strong>ran.<br />

Eso era. Esas dos evidencias. Una condena y la desesperación.<br />

¿Qué nueva manera de mirar habían adquirido sus ojos desde hacía un tiempo?<br />

Miraba a su madre, que acababa de volver después de haberle preparado la cama y de<br />

haberle encendido el quinqué, y no la veía como su madre sino como una pobre vieja<br />

cualquiera, tal como era, con aquella gran verruga en la aleta derecha de aquella nariz un<br />

poco aplastada, las mejillas exangües y flácidas, estriadas por venitas moradas y aquellos<br />

ojos cansados que enseguida, bajo la despiadada mirada de él, se le bajaban, detrás de las<br />

gafas, casi por vergüenza, ¿de qué? Ah, él lo sabía bien, de qué. Rio con una risa fea;<br />

dijo:<br />

—Buenas noches, mamá.<br />

Y se fue a su habitación a encerrarse.<br />

<strong>La</strong> vieja madre, muy despacio para que él no la oyera, se sentó de nuevo en la salita a<br />

coser: a pensar.<br />

Dios, ¿por qué había vuelto tan pálido y trastornado aquella noche? Beber, no bebía,<br />

o al menos no se le notaba en el aliento. Pero, ¿y si había vuelto a caer en manos de los<br />

malos compañeros que lo habían llevado por el mal camino, o quizás de otros peores?<br />

Ese era su mayor temor.<br />

De vez en cuando aguzaba el oído para escuchar lo que su hijo hacía al otro lado: si<br />

se había tumbado, si dormía, y mientras tanto se limpiaba las gafas, que se le empañaban<br />

a cada suspiro. Antes de irse a la cama, quería terminar aquel trabajo. Ahora que Diego<br />

había perdido el empleo, la pequeña pensión que le había dejado su difunto marido ya no<br />

bastaba. Y además acariciaba un sueño, que iba a ser su muerte: ahorrar lo necesario,<br />

trabajando, para enviar a su hijo lejos, a América. Porque aquí, lo entendía, su Diego no<br />

volvería a encontrar un trabajo y en el ocio triste, que desde hacía siete meses lo<br />

devoraba, se perdería para siempre.<br />

A América… allí: oh, ¡su hijo era tan bueno! ¡Sabía tantas cosas! Antes, escribía<br />

también en los periódicos… A América… (ella quizás moriría de la pena), su hijo<br />

volvería a la <strong>vida</strong>, ol<strong>vida</strong>ría, borraría su error de juventud, causado por las malas<br />

compañías: aquel Ruso, o Polaco, lo que fuera, loco, vicioso, que había llegado a Roma<br />

para desgracia de tantas familias honestas. ¡Los jóvenes, ya se sabe! Invitados a la casa de<br />

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